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myriam albeniz

Vivamos con mayúsculas

"Carpe diem" es una locución latina acuñada por el poeta Horacio que significa «aprovecha el día». Otra forma de decir «no dejes para mañana lo que puedas hacer hoy» o «vive cada momento como si fuese el último». Esta expresión se hizo muy popular gracias a la extraordinaria película protagonizada por el actor Robin Williams El club de los poetas muertos. En ella, un profesor de literatura centraba sus esfuerzos en extraer de los alumnos las mejores cualidades que albergaban en su interior. Pretendía transmitirles, no sólo el temario correspondiente a su asignatura, sino también la seguridad necesaria para que se enfrentaran al futuro con confianza e ilusión, las pautas de un desarrollo personal pleno y una visión de la existencia dominada por el optimismo. Aquel peculiar docente no se cansaba de alertar a los adolescentes sobre la ineludible necesidad de que se quedaran con lo bueno, desecharan lo malo, jamás se rindieran y, sobre todo, lucharan por un ideal.  Sólo así, al final de sus días,  podrían volver la vista atrás y afirmar que su paso por el mundo había servido para dejar en él una huella positiva. 

Resultaba sumamente emocionante observarle, subido en lo alto de un pupitre, explicando a aquel auditorio de futuros hombres que, desde aquella perspectiva más elevada, la realidad se veía de otra manera. Entretanto, aquellos muchachos que empezaban a vivir apenas salían de su asombro ante un discurso tan innovador. La cinta recoge un conjunto de ideas tan atrayentes como que el hoy no se volverá a repetir o que resulta imprescindible afrontar cada instante, no alocada, pero sí intensamente, mimando cada situación, sabiendo escuchar y  comprender a los demás y, finalmente, tratando de hacer realidad los sueños. Aquel hombre bueno, enamorado de la palabra, había conseguido llegar al corazón de sus discípulos gracias a dos cualidades infalibles para acceder al mundo infantil y juvenil: la sinceridad y la sencillez. Sin duda, les dejó una gigantesca herencia con su afirmación de que todos necesitamos ser aceptados por el grupo, pero sin dejar de defender nuestras propias convicciones, aunque el resto de la manada no las comparta.

Me adhiero plenamente a esta filosofía  pero, por desgracia, como si nada hubiéramos aprendido de la experiencia pandémica, continúo percibiendo a diario que el ritmo frenético que nos impone la sociedad actual nos impide apreciar en plenitud el principal don que poseemos: la vida misma. Somos víctimas de un modelo de desarrollo social que, aunque nos brinda los mayores avances científicos y tecnológicos, paradójicamente nos condena a no poder disfrutar en condiciones de uno de nuestros bienes más preciados: la propia familia. Mujeres y hombres  nos vemos sometidos al yugo de los horarios laborales, persuadidos con la mejor fe de que, satisfaciendo las necesidades materiales de nuestros hijos -a menudo, en exceso-, transitamos por un camino que nos conducirá al éxito, sin reparar en que el éxito se halla mucho más relacionado de lo que pensamos con el equilibrio interior y el cultivo de los afectos. Las consecuencias prácticas saltan a la vista y nos alertan con tozudez de que estamos cometiendo un grave error. Numerosos psicólogos, pedagogos y expertos en educación afirman con rotundidad que la infancia y la adolescencia son las dos etapas clave en la formación de la personalidad del ser humano y que son los períodos óptimos para dedicar a los menores, en la medida de lo posible, todo nuestro tiempo (si es preciso, renunciando a otras ocupaciones o posponiéndolas para mejor ocasión). Parece que fue ayer cuando dormían en nuestro regazo y, casi sin darnos cuenta, más de uno ya nos saca la cabeza. No perdamos esta oportunidad única, que no volverá jamás. No nos resignemos a compartir techo y comida con hijas e hijos desconocidos. Ofrezcámosles horas y conversemos más con ellos, de modo que, coincidiendo con el final de curso y el inicio del verano, no perdamos esta oportunidad única de vivir. Pero con mayúsculas.

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