Se le atribuye a John Lennon esa definición por la cual, según él, la vida es lo que pasa a tu alrededor mientras andas haciendo otras cosas. Ignoro si forma parte del aura que acompaña al mito de Liverpool, si no se le ha asignado gratuitamente al «beatle» y quizá la dijo otro, como le ocurrió a Bertolt Brecht y al pastor luterano Martin Niemöller con el icónico poema aquel de los nazis y los comunistas y los judíos y el mirar cobardemente hacia otro lado, pero se me antoja un axioma espectacular. Por su simpleza expositiva, por su calado imprevisible. Un Lennon, digámoslo, visionario. 

La vida, de este modo, no es lo que suponemos que es (comprobar el precio de la sandía, saber en cuánto se cifra esta semana la prima de riesgo, que si los chinos han contactado ya con una civilización extraterrestre y no lo dicen, que para producir nieve artificial en una estación de esquí hay que consumir cinco millones de litros de agua por día, que nos espera una nueva dosis de vacuna anticovid para el otoño) sino lo que hay por detrás de la exigente rutina cotidiana del trabajo, sus tediosas reuniones y sus más y nuevas reuniones tediosas e inacabables, lo que queda en esa zona lateral y que percibimos, notamos su ronroneo como si fuera un hámster mordisqueándonos la tripa, aunque nos resulte incontrolable. Fluye ese humor sin que podamos evitarlo y nos quedamos atrapados en el precio de la sandía (1,99 céntimos el kilogramo en supermercado) o en saber en cuánto se cifra esta semana la prima de riesgo (109,3 puntos) o en que si los chinos han contactado ya con una civilización extraterrestre y no lo dicen (con el «Sky Eye», el FAST, en Ghizhou) o en que para producir nieve artificial en una estación de esquí hay que consumir cinco millones de litros de agua por día (en Sierra Nevada, invierno pasado) o en que nos espera una nueva dosis de vacuna anticovid para el otoño (ministra Carolina Darias, «dixit»).  Hay, pues, dos vidas. La vida de los méritos y la vida oculta.

La de los méritos, un quehacer a la vista de los demás, está armada en el día a día, es la que integra todas las recompensas académicas, laborales o filantrópicas que podamos imaginarnos. La oculta, la clandestina, es la que nos posibilita crecer por dentro, la que nos mueve silenciosamente por dentro, la que nos zarandea por dentro. Vendría a ser, y no parafraseo a Descartes: cuanto menos hago, es en realidad cuanto más hago: sentado en la terraza de un bar, observando a la gente, dejando el pensamiento libre, soy más productivo que en esas tediosas e inacabables reuniones. La supuesta pérdida de tiempo, con que nos sermonean los partidarios de esas reuniones (¿se aburren en sus casas?), lo cierto es que es una ganancia de tiempo. Sucede que es difícil sustraerse a esa dinámica de los méritos porque hay una conciencia propia del capitalismo que nos tira hacia arriba, una vocecita que nos avisa de que no se puede salir uno del carril, salvo si quieres caer por el abismo, pues el sistema es inflexible.  

Los que elegimos la vida oculta frente a la meritoria somos carne de fracaso social, irrecuperables, ya se sabe. Nunca podremos optar, por ejemplo, a recompensas oficiales de la talla de una Legión de Honor, como le han concedido a un alto empresario valenciano, naviero, cuyo talento mercantilista no cuestiono. No creo que me propongan para aumentar el listado, no creo ser digno por mucho que hable y escriba desde hace tanto tiempo, sin saciarme, de Francia y de París, de sus calles, del río, sus cafés (en Belleville, en la rue Vaugirard), sus museos discretos (el de Bourdelle) y sus escritores, de Antoine Doinel enseñándole a Christine cómo untar mantequilla en una tostada en el filme de Truffaut, la rue des Deux-Ponts en la isla de Saint-Louis donde vivía Georges Moustaki, o del Passage Bourg l’Abbé, tan solitario, una mañana de intensa lluvia, también ese pequeño restaurante del distrito cinco, La Bièvre, donde Mitterrand comía cuscús siendo uno más entre los clientes y sin que nadie lo mirara. Estos datos, que no son mercantilistas, nunca se podrían haber obtenido por la vida meritoria, solo por la vida oculta. Es lo que digo.

De cualquier manera, me he enterado de que la Legión ya se la otorgaron a Franco, fue Pétain quien se la entregó, y me digo de nuevo quién en su sano juicio quiere compartir algo con esos tipos con esos historiales. Compartí dieciocho años de mi existencia con él, con el de acá, y, la verdad, ya tuve bastante. Me quedo con mi vida oculta y sin la Legión.