Quién comenzó la judicialización de la política? ¿Unos u otros? Los partidos democráticos, todos, tendrán que hacer un examen de conciencia. En la última etapa de los veinte años largos de hegemonía del PPCV, la izquierda, infestada por todas la dudas que le aportaba su larga travesía en el desierto, intensificó esa opción: trasladó buena parte del debate político a los órganos judiciales a fin de que estos legitimaran determinados episodios o a determinados dirigentes. La Justicia, que está para resolver las cuestiones delectivas -y está sobrecargada-, emergió así como un elemento asociado a la actividad política, condicionando la acción de gobierno, pues todo giraba en torno a arterías y corruptelas. La oposición contribuyó de forma alegre al «traslado» que hizo Madrid de los focos de la corrupción hacia esta periferia para disimular los suyos hasta que se abrió la luz en la Villa y Corte y se observó el paisaje carcomido. Para corrupción, la de los valencianos, se dijeron los poderes, y el paradigma caló. Nosotros lo secundamos con entusiasmo. Hoy -y tal vez antes- la derecha cobija el mismo modelo, desde la oposición, con lo cual el círculo vicioso no cesa. Citar la nómina interminable de casos y políticos inmersos en esa circunstancia y no ocupar todo este artículo resultaría un milagro.

La extensa procesión de causas archivadas, inmensamente mayor que las condenas, señala el desorden existente entre los deseos y la realidad. La profusión de denuncias derivó en su día en la creación de dos foros paralelos que dilucidaban la honradez de la política y subordinaban su actividad diaria: las Cortes y los tribunales/prensa. La fórmula no solo despojó de autoridad a la política sino que la vació de contenido y de voz, y al final la llevó a un callejón sin salida. La esfera judicial se constituyó en el árbitro supremo. En la vertical del caso Oltra -del caso político, o de la amalgama entre lo jurídico y lo político, mejor, que es de lo que hablamos- aún se aloja la narrativa de aquellos años voraces. Del caso Oltra y de los actuales.

Es la política la que ha acabado por erosionar a la propia política al entregarle al ámbito judicial la deliberación sobre sus propias controversias, muchas de las cuáles no deberían haber traspasado las puertas del Palau de Benicarló. La pérdida de potestad ha sido de una evidencia abrasadora. De potestad y de soberanía. Las organizaciones políticas, para relegar al adversario, utilizan a menudo armas que socavan sus amplios cimientos. La política cortoplacista -no la que se labra con luces largas- sabe mucho de eso: la ausencia de pactos de Estado proviene de esa forma de entender la representación, no importa que aceche una nueva crisis. Aquí -y en otras partes, pero aquí fue muy evidente- se instauró un modelo perverso del que ahora es imposible escapar. Y fundado el modelo, fundada la arbitrariedad. En cuanto los aparatos del Estado deciden investigar a un dirigente, lo primero que se hace es apartarle, sin esperar la decisión judicial. Esto tiene dos efectos. El primero es que la política convierte al dirigente en un apestado, en culpable a los ojos de la opinión pública. El segundo tiene que ver con la corrosión de la política y la superioridad moral de los órganos judiciales. Desde el primer informe hasta la última diligencia, todo se impregna de esa atmósfera. Si se archivan los casos o si resulta no culpable el dirigente, el estigma perdura. Nunca se parte de cero cuando la edad de la inocencia ha quedado fulminada.

La verdad moral, la verdad jurídica y la verdad política. Si estas tres «verdades» -usemos el imponente término- coincidieran, a estas alturas la política no mostraría ese páramo de flaquezas. Pero la política ha separado los ingredientes, estableciendo sus propios códigos. El resultado ha sido traumático. Lo está siendo. Al afianzar unas holgadas bases para facilitar la inhabilitación de los dirigentes políticos, el «mercado», que es muy astuto -al fin y al cabo, todo es mercancía-, busca los caminos más directos para lograr el objetivo. Y en muchos casos lo consigue. No es aventurado señalar que cuando las organizaciones políticas dibujaron las célebres líneas rojas, también enaltecieron la sospecha. La sospecha es enormemente reaccionaria. Casi tanto como la delación. La marginación de la vida política del dirigente investigado o «señalado» dejaba en suspenso, en la práctica, las reglas de juego establecidas sobre la presunción de inocencia. No importó. (Resulta tonto destacar que la corrupción no sólo es dineraria, aunque ese concepto aparezca muy unido a las billeteras y a las figuras jurídicas respectivas). Se argüirá el principio de ejemplaridad o de higiene pública para justificar por qué la política hizo lo que hizo aún a costa de asumir el coste de su perdurable gregarismo. Puede que sí, pero no es difícil conjeturar que se disparó en el propio pie y que desorbitó los excesos y abusos. Llegados a este punto, no parece que la lógica de la conquista del poder permita labrar territorios comunes de consenso entre las organizaciones mayoritarias a fin de espantar fantasmas del pasado o eliminar errores que tal vez hayan quedado disipados por el tiempo. La inercia ante las tradicionales manufacturas ideológicas, la colorista ausencia de autocrítica -¡Adriana Lastra!- y el vértigo ante la renovación de las ideas apenas permiten vislumbrar el campo virgen donde cultivar nuevos productos vigorosos, saludables y comunes para abastecer a la ciudadanía. Porque no se trata tanto de generar tensiones -como se hizo en el pasado- sino de producir soluciones, hoy decisivas ante la amenazante coyuntura.