Todo comenzó un día cualquiera, mientras esperaba a un colega que se desplazaba diariamente a València. Sebastián, que iniciaba en esta ciudad un nuevo trabajo, había resuelto su carencia de coche acordando con aquél que compartirían el vehículo y los gastos de gasolina. Ya durante los primeros días, Sebastián pudo constatar que su conocido llegaba tarde a la cita diaria. El frío de las mañanas otoñales, unido a la impaciencia, le llevaron a acelerar el consumo de cigarrillos, más intenso cuanto más se dilataba el tiempo de espera. Notó que, una vez llegado el coche, cada vez le resultaba más difícil apaciguar su estado de ánimo. Manos sudorosas, respiración agitada y un mordisqueo cercano al corazón se aunaban para crearle una sensación de creciente desasosiego. Su mente se dividía en dos partes: la que intentaba sostener un diálogo rutinario con el conductor y la que interfería la confección de ideas coherentes. Un combate en el que un miedo de difuso origen trataba de atrapar, con ansias monopolizadoras, el pensamiento y las señales de sus sentidos.

La intensidad de lo experimentado ensanchó sus límites iniciales a medida que avanzaba el otoño. Urgió al conductor que fuera más puntual, pero obtuvo escaso éxito. Un resultado predecible porque un velo de vergüenza le impedía explicar el que, ahora, constituía el motivo último de su desazón: aquel nuevo espacio sensorial y mental que había sustituido su estado habitual; un yo modificado, moldeado por fuerzas y reacciones que le resultaba imposible desembrollar mediante palabras.

Pasados menos de dos meses, el sufrimiento ganó posiciones. Los dolores de estómago se habían sumado a los síntomas iniciales. La rigidez de la columna vertebral impulsaba un caminar cojitranco, resultante del intento de vencer el freno que aquella transmitía a sus piernas. La mirada desenfocada retenía un entorno desvirtuado al que el desorden de las pupilas añadía luces de intensidad dolorosa. Un cuerpo descontrolado, impulsado por un universo neuronal en el que Sebastián intentaba, con enorme esfuerzo, encontrar una línea de apoyo, una ruta de socorro que le recondujera a la normalidad del pasado. Un propósito que únicamente comenzó a lograr cuando se refugió en casa, sometiéndose a un enclaustramiento que le liberaba de aquella confusión que destilaba fragilidad, humillación y vergüenza.

La decisión alcanzó algunas metas paliativas. Ahora, respiraba con cierta normalidad, alterada en ocasiones por breves episodios de hiperventilación. El corazón no se le desbocaba, sugiriendo un posible infarto, pero seguía percibiendo aquel mordisco, aquella garra que le oprimía el pecho. La vista, las articulaciones y otros de sus pasados martirios parecían haber olvidado sus recientes alteraciones. Por el contrario, la calidad de su ánimo vital declinó con rapidez. La capacidad de revivir la alegría se tornó esquiva. Lo mismo ocurrió con la disposición a mantener relaciones y sostener conversaciones con otras personas, incluidas las más cercanas.

La puerta de su hogar se había transformado en un abismo que le infundía terror a la calle y nublaba el vigor de su red social. El simple hecho de asomarse al rellano impregnaba a Sebastián de un horror incapacitante. Experimentaba la anticipación de aquello que le había llevado a encerrarse. La evitación de todo asomo de riesgo, desatado por lo que ahora conocía como agorafobia, no le impidió, sin embargo, que se extendiese otra maldita compañera de viaje: la depresión. Nunca estuvo seguro de si ésta ya se encontraba en un lugar recóndito de su alma cuando se inició la respuesta agorafóbica; pero, en cualquier caso, al desorden irracional de ésta se sumó la huida de la felicidad, por mínima que fuera su intensidad. Si la agorafobia machacaba la normal conducta de los sentidos y de la percepción corporal de Sebastián, la depresión le añadió el bloqueo del optimismo, la imposibilidad de compartir la sonrisa ajena, el dolor de percibir que hasta el amor hacia los hijos se replegaba, como si la depresión necesitara alimentarse de continuas negaciones y reiterados alejamientos de los demás, de menús de diario egoísmo.

Con todo, la historia de Sebastián fue la de una experiencia traumática felizmente resuelta. En su caso, resultó posible convencerle de que necesitaba ayuda profesional. Un primer paso a menudo nada fácil porque una parte de la mentalidad social seguía y sigue posicionada en contra de la aceptación de la enfermedad mental. Una aceptación que se enfrenta a diversos tópicos y, entre éstos, al de la anulación del enfermo como ciudadano fiable. Una desconfianza que se extiende a todo aquello que no se resuelve de un día a otro mediante pastillas, porque puede precisar el acompañamiento experto y sosegado de la palabra, de ser escuchado, de escucharse a uno mismo mientras vacía la sentina copada por años de silencios y dolores reprimidos.