El pueblo salía de sus calles y buscaba el color de la huerta, los sabores de la huerta, la vida que se vivía en la huerta de una manera tan distinta a la de la ciudad. Lo llamaban barrio, pero era más que eso. Los sitios sin gente no son nada. Y la gente de Campanar siempre supo -y sigue sabiendo- que València estaba a la otra parte del río, que vivir es no perder nunca el sentido de pertenencia, de sentirnos parte de lo que había antes, de buscar en las raíces antiguas lo que somos. «Els amors fan l’amor, les històries la història», escribía Vicent Andrés Estellés en su poema Un amor, uns carrers. Muchas de esas historias se contaban, al calor de la lumbre en los inviernos o a la sombra de una higuera, en las alquerías que llenaban la huerta de tomateras, sandías y sueños compartidos. Otra vida era posible y en esas casas el tiempo era otro tiempo bien distinto. Pero un día esas historias, esa vida y ese tiempo vieron cómo el mundo del dinero los había señalado para que nada fuera como antes, para que las historias de un pueblo se convirtieran en sólo un pedazo de la historia de una ciudad que siempre había estado lejos. La huerta de Campanar y su gente serían una postal de color sepia en el álbum de fotos que a veces, demasiadas veces, es el destino final a que nos condena la nostalgia. Detesto esas fotografías en blanco y negro que mienten porque nos hurtan el escenario completo, porque sólo hablan de lo bonito, porque ignoran aposta que para alguna gente nunca ha sido fácil la vida en ningún sitio y en tiempo alguno.

Campanar

Hace más de veinte años entraron a saco las excavadoras y la huerta se empezaría a transformar en rascacielos. Yo mismo hice fotografías desde el balcón de casa para dejar constancia, paso a paso, de esos momentos que siempre provocan un extraño desasosiego. Más o menos por entonces hizo su aparición un fenómeno novedoso: la huerta de Campanar se convirtió, de la noche a la mañana, en el «supermercado de la droga». Se hizo famoso el nombre de la gran superficie destinada a ese comercio: las Cañas. Qué curioso que la droga llegara justo cuando empezaban las expropiaciones. Poco a poco, y a pesar de la resistencia, las huertas y las alquerías se convirtieron en nada y en ruinas. La rehabilitación prometida por los nuevos tiempos municipales de Rita Barberá quedó en saco roto. Y ahí sigue esa cuenta pendiente. Las alquerías sólo son casas destripadas y ventanas por donde se escaparon un día los sueños de unas familias que se vieron sometidas impunemente a la devastación.

Cuando ya estaba todo el pescado vendido, el mercado de la droga se trasladó a otros sitios de la ciudad. El proyecto urbanístico de Nou Campanar podía respirar tranquilo. El nuevo paisaje daría paso a un nuevo paisanaje y también alumbraría un amplio movimiento económico en la zona: grandes superficies comerciales, dotación hospitalaria, restaurantes… También el Parque de Cabecera y ese «zoológico de nueva generación» que es Bioparc según reza su página en internet, donde consta igualmente el copioso número de visitantes que recibe en sus horarios de apertura. Tal vez por eso, la empresa Rain Forest, que gestiona Bioparc, anunciaba hace unos años la construcción en esos parajes de un inmenso parque acuático. Y surgió la polémica. Aún hay en Campanar suficiente espacio verde para ocuparlo con proyectos que tengan que ver con el respeto al medio ambiente, el justo aprovechamiento de los recursos hídricos y el uso social que siempre formó parte de la historia del pueblo. Es la alternativa que proponen diversos colectivos medioambientales y la propia Asociación de Vecinos para salvar de la mejor manera posible lo que queda de huerta en Campanar. En este punto, el diálogo entre las partes implicadas, incluido el propio Ayuntamiento de València, debería ser imprescindible, absolutamente imprescindible.

Las excavadoras transformaron el paisaje pero no arrasaron la memoria. Una memoria que sigue ahí, donde antes estuvieron las historias que como decía Andrés Estellés ayudan a construir la historia. Tengo ahora mismo en la cabeza muchos nombres de aquella resistencia. Finalmente, unos queriendo y otros sin querer o no queriendo tanto, las huertas y las alquerías cambiaron de manos. Pero el pueblo seguía saliendo de sus calles y se mezclaba con los colores de la huerta, con los sabores de la huerta, con esa manera de vivir que es tan distinta en los pueblos y la ciudad. Hablar de esa manera de vivir en Campanar no es echar mano de la nostalgia sino todo lo contrario. Es sencilla y llanamente una manera de juntar el pasado y el presente, de no olvidar -en medio de los rascacielos- que siempre venimos de algún sitio, de lo que quienes llegaron antes nos enseñaron para que lo que vivimos ahora y lo que somos no nos avergüencen. Cuando miro desde mi casa en Gestalgar los montes que se levantan al otro lado del río es como si estuviera viendo un pedazo grande de esa memoria que aún sigue viva en el pueblo de Campanar. Y me llena de orgullo que así sea. De mucho orgullo, sí. De mucho orgullo.