Nuestro verano está siendo y va a ser dominado por la incertidumbre. Ganar alguna certeza moral, esto es, la certeza que precisamos para regular nuestras costumbres ha pasado a ser algo imposible. Ni el hecho de saber que el Gobierno gozará de unas generosas vacaciones del 2 al 23 de agosto nos ha generado un débil fundamento para configurar nuestras expectativas sobre el devenir de los próximos meses; por desconocer hasta se desconoce qué libros deberán usar nuestros hijos y nietos, pues el Ministerio de Educación no ha cumplido con ninguno de los plazos que debía haber respetado para determinar los programas de estudio; eso sí, la sra. ministra de cuando en cuando se hace valer con sus huecas declaraciones.

Ahora bien, no nos engañemos. Esta incertidumbre pone de relieve algo muy importante: las certezas morales que precisamos para corregir la incertidumbre sobre los más variados aspectos de nuestra vida no podemos ganarlas porque los testimonios que prestan muchas personas responsables de nuestras instituciones han perdido todo valor. Las contradicciones y los cambios de opinión han escobillado la más leve pretensión de verdad. Ya no contamos con que lo que se anuncie se lleve a término en el plazo indicado; mucho menos tenemos confianza en que lo que se pretenda hacer, se anuncie y se explique con claridad. Eso sí, una enseñanza se vaporiza de este suelo social: se debe recuperar al hombre de palabra, pues solo se contribuye a fortalecer la textura democrática de la sociedad cuando se respeta la verdad. ¡Menudo destrozo han generado los de la posverdad!

¿Qué hacer? No hay otra solución que la de recuperar principios morales con los que se vivía el día a día en momentos de mayor necesidad. Y, al menos, hemos de otorgar presencia en nuestra sociedad a la práctica de la honradez y la verdad. He entendido que las mentiras del primer ministro de Inglaterra han precipitado y justificado su final político. ¿Se imaginan Uds. lo que sucedería en nuestra sociedad si volvemos a otorgar valor a la palabra dada a los electores y pedimos responsabilidades por haberla incumplido? ¿Por qué atribuir tal valor a respetar la palabra dada? No olviden que el respetar la palabra dada tiene un profundo sentido social, pues dota de sentido a la votación que ha de legitimar al político. Reitero lo que en su día ya defendí: el engaño como la trágala son las semillas más potentes de la desmotivación ciudadana y, por tanto, de la abstención. Los colectivos como las personas pueden disfrutar de la más absoluta legitimidad de origen, pero pueden perder esa legitimidad en razón de un quehacer cotidiano que sirve al poder, pero no honra a la palabra dada.