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Carlos Marzal

Complicidades

Carlos Marzal

Toros en el callejón

Roca Rey -a la izquierda- y Morante de la Puebla -a la derecha- trazan el paseíllo en la Feria de Julio de València.

El otro día tuve la suerte de que la Diputación Provincial de València me invitara a la corrida de Morante, Román y Roca Rey, para verla desde el callejón, en compañía de mi amigo Salvador Ferrer, el excelente crítico taurino. Los pases de callejón son en el mundo taurino el equivalente a un Stradivarius en el universo del violín: una joya al alcance de pocos, y un privilegio que obliga a una responsabilidad analítica, como quien dice.

Al callejón se va estudiado de casa, y poniendo cara impertérrita de catedrático del asunto, porque allí el que no es torero retirado es cirujano taurino, o crítico especialista, o veedor de una ganadería, o toro semental, que también se sientan en el callejón cuando les da por ir a las corridas de sus congéneres.

Desde el callejón se ve sudar a los maestros, se oye el ruido de los capotes al plegarlos y desplegarlos los peones, se escuchan las conversaciones de los monosabios, pasan por delante de uno los alguacilillos al bajar del caballo -aquella tarde un alguacilillo y una alguacililla, muy joven y guapa-, se huele al toro, el tigre del toro, que es un olor ancestral y por el que me figuro cómo debían de oler los dinosaurios. Cuando el animal remata en tablas, saltan las astillas del burladero y te caen encima de la cocorota. Para ver los toros más de cerca habría que meterse en el ruedo.

Pero el callejón no está hecho para cualquiera: exige una resistencia física de maratoniano, y una flexibilidad de gimnasta rusa de la cosa rítmica. El pase de callejón supone estar semi sentado y de puntillas, durante tres horas, sobre un trozo de madera mal acolchada en donde no cabe un culo humano. Es como si el privilegio hubiera que ganárselo a pulso.

Aquella tarde, por esas cosas del azar, me senté al lado de Joan Carles Martí, mi señorito aquí en Posdata, los dos muy catedratizantes de aspecto, él con gafas de sol, y yo a pelo visual. De vez en cuando intercambiábamos alguna frase corta -buena tanda, mansurrón, un par espléndido, cómo embiste-, dictámenes inapelables, propios de nuestra condición de espectadores callejonenses. Porque al callejón no se va a dar palique, sino a ponerse uno sapiencial.

Como la fiesta es leyenda, hipérbole, literatura, necesita las rivalidades legendarias, y ojalá esta de Morante y Roca Rey se prodigue durante muchos años y pase a la historia. El mago ocasional y el virtuoso infalible. El obrador de milagros y el funcionario de lo milagroso. El amanuense del prodigio y el secretario del asombro. El poder del arte y el arte del poder.

Y nosotros viéndolo todo en el callejón, con el coxis desestructurado.

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