Soy de los que nunca he encontrado la erótica del verano, sea en playa o en campo. No me creo mejor, ojo. Solo distinto, como otros afines pertenecientes a esta categoría. Wolfgang Hermann dice en un libro suyo, libro que me acompaña estos días, que uno es una suma de yos y cada lugar determina un yo distinto. Digamos que mi yo siempre ha sido y es propio del binomio otoño e invierno, nunca del verano. La primavera, si llueve, la acepto. Los cuerpos bronceados oliendo a Nivea y los chiringuitos despachando jarras de sangría, el chalet colindante donde alguien pone música a las dos de la madrugada y las interminables fiestas de hermandad en las urbanizaciones de apartamentos, eso nunca me ha motivado. Recuerdo, tantos años atrás, cuando en agosto la ciudad quedaba completamente desierta. Comercios cerrados, la fontanería, la panadería, la encuadernadora de la esquina, la huevería, la óptica, el bar de enfrente y el ultramarinos (vaya palabra espléndida), todo cerrado del 1 al 31 de agosto, ambos inclusive. El tiempo fluía lento. Ese agosto, para quien permanecía en València, equivalía a tres meses de densidad psicológica. Confieso que era bastante deprimente. A ver, que no me guste el verano no significa que me atraiga caminar por una ciudad que no funciona al hallarse por completo con la persiana bajada.

He leído que, según un investigador del CSIC, este verano de 2022 quizá sea el más fresco de los que nos quedan de por vida. Dice, en la entrevista, así: de los que nos quedan de por vida. Comprobando las alarmas disparadas estos días, más allá de España, en Londres, Berlín, Milán o Ámsterdam, con temperaturas que superan la rayita de los 40 grados en el termómetro de esas ciudades, la cosa apabulla. Apabulla de verdad. Otros científicos, muchos de ellos se manifestaron ante el Congreso de los Diputados en el último abril (arrojaron falsa sangre biodegradable a su fachada, para que nos enteráramos de una buena vez), sostienen que ya venían advirtiéndolo, que vienen advirtiéndolo desde hace decenios, que basta de debates, que ya toca acciones, y que eso de lo que tanto negacionista cerril negaba y de lo que tanto pasota cerril pasaba empieza a concretarse, y, no hay broma en esta aseveración, no hay retorno, solo paliativos: nos abrasamos y, consecuentemente con esta crisis climática, los incendios desatan el pánico. Labrantíos, bosques, animales, casas, gente. Luego, sin mediación, nos espera la gota fría. Mal pinta este horizonte.

Es posible que esta situación en la que nos encontramos tenga que ver con lo que es la incongruencia. La incongruencia es la falta de coherencia entre ideas o planteamientos, especifica el diccionario. La no correlación entre razonamientos y su puesta en escena. Tenemos el monstruo delante pero no ponemos freno al efecto invernadero, pese al desastre. Muchos, la mayoría, convivimos con una porción de incongruencias. Guardamos algún sapo en el bolsillo, con la mano lo empujamos con disimulo hacia dentro para que no croe. Si uno tiene más de un sapo, el tema se desborda. Pero hay incongruencias de dimensión incomprensible.

Por ejemplo, ¿por qué jugarse la vida en una supuesta fiesta de ‘bous al carrer’? No entro ahora en considerandos en torno al toro y su sufrimiento, que también, sino alrededor de la gratuidad, de la incongruencia, de morir como han muerto en los últimos días ya tres personas, más un niño que, hasta donde sé, se encuentra en estado grave, tras ser arrollado en Puçol. Por ejemplo, la Iglesia, respecto a los casos internos de pederastia, no les concede credibilidad plena a los denunciantes porque faltan pruebas tangibles, y oculta al depredador sexual, pero sí que acepta, incongruentemente, que una ampolla custodiada en el Vaticano contenga ni más ni menos que el suspiro de san José o que la capilla de la Madonna di Loreto afirme poseer una pluma del Arcángel san Gabriel. Por ejemplo, que EE UU se eche las manos a la cabeza ante un nuevo y masivo tiroteo (según el New York Times, y solo en el presente tramo del año que llevamos, en Illinois, Nueva York, Filadelfia, Oklahoma, Texas, California, Neward, Milwaukee, entre otros lugares) y sin embargo, incongruentemente, no haya modo de modificar esa Segunda Enmienda de su constitución. Por ejemplo, seguí un buen rato, aunque no me gusta el fútbol, el partido femenino entre España e Inglaterra y ni una sola vez descubrí a jugadora alguna escupir en el césped, tal como incongruentemente sí hacen los varones en sus encuentros. Por ejemplo, que, aun sabiendo que no hay que hacerlo, quitemos y desechemos con la cucharilla, de un modo incongruente, el suero al destapar el yogur antes de comérnoslo.