Este verano es el más fresco de los que vendrán en adelante por el sobrecalentamiento global de la Tierra causado por las emisiones contaminantes a la atmósfera, que ha llegado para quedarse. Pero también hay un calentamiento local alimentado por las políticas públicas que sí tiene remedios en el corto plazo. La adaptación de la ciudad a la emergencia climática crónica no es posible si continúan las irresponsables y temerarias políticas urbanas que retroalimentan el crecimiento material del ladrillo, el hormigón y el asfalto. Hoy día, la seguridad y salud ciudadana dependen de una administración pública que proteja las condiciones de habitabilidad para la vida del territorio.

Suplantar la tierra permeable que transpira y absorbe aire y agua por asfalto y hormigón que absorben y emiten el calor, es lo peor que puede hacerse ante las terribles olas de calor que sufriremos cada vez más. Sin embargo, esto es lo que se está haciendo en València y su área metropolitana con unas masivas inversiones públicas y privadas.

Hace más de 20 años, en una visita a València el reconocido urbanista Giuseppe Campos Venuti decía que las ciudades españolas «no respiran» si los ayuntamientos solamente construyen algunos jardines sin, a la vez, generalizar el suelo urbano permeable, público y privado, que recoja el agua, que amortigüe la temperatura y que biorregenere la tierra. Una ciudad con suelos irrespirables está condenada al círculo vicioso de los aires acondicionados que calientan las calles y al frescor artificial encerrado en los grandes espacios comerciales privatizados del anonimato y el sobreconsumo. En cambio, hace ya casi medio siglo que Campos Venuti en su texto ‘Urbanismo y Austeridad’ formulaba la necesidad de contener la expansión urbanizadora del suelo de forma justa y centrada en los cuidados. Todo lo contrario a este urbanismo austero es el corrosivo ladrillismo del urbanismo valenciano contemporáneo. La política del «urbanizar para urbanizar» (construir más edificios y calles como sea para poder pagar más infraestructuras y equipamientos públicos) siembra una irracional espiral de daños colectivos y pérdidas irreparables de bienestar y vida.

El incremento de infraestructuras y edificios construidos aumenta mucho el calor debilitando las capacidades de refrescar el ambiente. Un reciente estudio europeo concluye que el asfalto y hormigón añaden hasta un 45 % más de calor al hábitat urbano, que las carreteras suponen un aumento del 67 % del calor, y un aparcamiento en superficie un 29 %. Las superficies pavimentadas emiten entre un 15 % y 37 % más de calor que el suelo de tierra.

Un entorno urbano como el nuestro, dominado por el asfalto, los vehículos motorizados, el suelo impermeable y las edificaciones, constituye todo un cóctel tóxico para una ciudad sofocante. Los proyectos de miles de nuevas viviendas en solares y huerta con suelos permeables, en zonas como el Grao, Melilla, Benimaclet, Ciutat Vella y el ‘Parque Central’, harán de Valencia una asfixiante «isla de calor». Este gigantismo de la construcción es especialmente absurdo en una ciudad cuya población no crece. El colmo de esta ceguera calorífica de las políticas públicas es la gran operación urbanística, ferroviaria, financiera y especulativa del ‘Parque Central’, que implica obras faraónicas de hormigón con un ‘túnel pasante’ y grandes edificios, algunos con más de 20 plantas, que supondrán un sobrecalentamiento urbano creciente sin que pueda contrarrestarse con los pequeños gestos de plantar unos árboles.

La masiva ampliación de las autovías de acceso a la ciudad como el bypass A7, la V21, la pista de Silla y otras carreteras metropolitanas, también tendrá un efecto termal multiplicador al aumentar el tráfico caliente sobre muchas hectáreas de tierra agrícola permeable y fresca. También colaborarán las fuerzas caloríficas de la gran impermeabilización de la Zona de Actividades Logísticas del Puerto de València (ZAL) sobre la huerta de la Punta y la cementación de lo que queda de las huertas de Campanar y de otros barrios periféricos. Y todo esto sin contar con el intenso calor provocado por las mismas obras con maquinaria pesada de diesel que durarán años y las abultadas destrucciones entrópicas del ciclo de vida de los materiales de construcción. Al tiempo que brillan por su ausencia unas normativas municipales y autonómicas obligatorias de permeabilidad de los suelos, sean urbanizables o no, se cubren con tela asfáltica y césped de plástico los campos de fútbol del Jardí del Túria impidiendo la respiración natural de la tierra necesaria para refrescar el ambiente urbano. Asimismo se destruyen las capacidades refrescantes de la tierra viva en la gran mayoría de las plazas, calles, patios y aceras valencianas al tapar herméticamente los suelos donde pisamos.

En oposición a las políticas públicas que calientan las políticas refrescantes establecen regulaciones urbanísticas para evitar la impermeabilización de suelos públicos y privados. Ante el ineludible calentamiento climático son frenos de emergencia en favor de la salud pública y la habitabilidad ciudadana. Para poder sobrevivir juntos lo mejor posible en medio del sobrecalentamiento climático global, han de hacerse valer los «cuidados conjuntos» de la gente y la tierra mediante adaptaciones urgentes a las restricciones que imponen los límites biofísicos infranqueables del mundo que habitamos. Los retrasos y el sonambulismo político que se niega a despertar de los sueños desarrollistas cronifican la temperatura y toxicidad de la ciudad metropolitana y descargan los muchos males que generan sobre los ecosistemas, las formas de vida y la ciudadanía actual y venidera.

La imperiosa reducción de los volúmenes totales del consumo de recursos materiales se ha convertido en una condición previa obligada para la supervivencia y la salud urbana y ecológica en general. La ciudad y el bien común reclaman una inteligencia pública responsable que abandone la desmesura actual y responda con políticas de austeridad socialmente justas frente al despilfarro y el deterioro de las condiciones de vida.