Para Carmen.

Estamos a punto de aterrizar en Bremen donde tenemos 18 grados de temperatura». Cuando dijo esto el capitán, una exclamación desconsolada resonó por todo el avión. Éramos nosotros los únicos españoles y, por el contrario, desde lo más profundo de nuestros pechos brotó un alivio. «Por fin fuera del horno», me dije como un san Lorenzo liberado. Y así era. Antes de salir a la calle, llegaba ya un viento fresco que me hizo sacar la chaqueta de la maleta. Nadie quería parecer un loco llevando prendas de abrigo por el aeropuerto de València. 

No fue la única buena noticia que nos esperaba al pisar esta ciudad, que ya estamos acostumbrados a visitar. Nada más subir al tranvía para ir a nuestro apartamento, ante la máquina de tikets, descubrimos que podíamos sacar un bono mensual por nueve euros para utilizar todos los transportes públicos en todo el territorio nacional, incluidos trenes regionales. Sí, nueve euros al mes. No es de extrañar que, en plena mañana, por el barrio de Neustadt, todos los coches estén aparcados. Apenas ninguno circula por la vía.

Por un momento, la utopía de una ciudad sin coches viene a mi mente. Finalmente, la red de transporte público está ahí. Abrirla a la totalidad de los usuarios por un módico precio no es mala idea. Por supuesto, cada uno tiene su coche en la acera, o en el aparcamiento, por si quiere gozar de esa libertad cuando le dé la gana. Pero para ir al trabajo, que al fin y al cabo mantiene una relación confusa con la libertad, bien se puede usar el transporte público. Aquí también se dio una subvención a los carburantes y, como en España, las gasolineras aprovecharon para subir precios de forma tan descarada como entre nosotros. Pero esta medida de los nueve euros se ha demostrado más eficaz y ahora los precios del carburante están alrededor de 1.80 euros.

Ningún país es perfecto y Alemania va a tener muchos problemas, como los demás. Por las farolas se ven carteles rojos que llaman a la lucha contra la inflación y exhortan a echarse a la calle contra el gobierno de los millonarios. También aquí se protesta contra las enormes plusvalías, se exigen precios fijos para el gas y la energía, y se propone que bajen los alquileres a los precios de 2020, que el Estado pague las subidas sobre ese tope y que nadie tenga que gastar en alquiler más del 20% del salario neto. Los más radicales piden parar los costes de la guerra, que se consideran un robo al pueblo. Más o menos como dice la señora Belarra. Firma los carteles la Federación de Trabajadores para la Reconstrucción del KPD, el partido comunista alemán, que tuvo en Bremen uno de sus núcleos más fuertes.

Sin embargo, a pesar de la ciudad empapelada con estos carteles, en la casa del Ayuntamiento y en la Cámara de Comercio, una enorme bandera de Ucrania saluda al viajero. Ni una cosa ni otra parece alterar la tranquilidad de Bremen, que se entretiene con poca cosa en verano. Una plaza llena de gente viendo una representación de la opera Carmen, a pecho descubierto, en la que el pobre Escamillo tiene que competir con las campanas cercanas, que ignoran lo que pasa en la plaza; o la catedral de San Pedro, llena a rebosar para escuchar un concierto de órgano bajo un silencio majestuoso que me hizo recordar la tesis de Hans Blumenberg, de que sólo podemos acercarnos de verdad al mensaje del Evangelio a través de un lenguaje: el de las cantatas de Bach.

Pero la entretenta más curiosa me pareció la de miles de personas de todas las edades, en este jueves de julio, que se dirigían a las granjas del norte, hacia Lilienthal, ya en Baja Sajonia, y llegaban a los campos de arándanos y frambuesas. Ahora la producción está en su máximo nivel. Los paisanos vienen con cubos, cacerolas, o recogen de las granjas las cajitas de cartón, y durante un par horas se tornan recolectores de bayas, como nuestros antepasados. Cinco euros el kilo si cosechas en el campo. El doble, si compras en la granja, pues aquí vienen inválidos y ancianos, que no desean privarse de sus pasteles o sus conservas caseras.

País de sencillas costumbres, hemos llegado en los días en que se generaliza esa curiosa práctica de dejar en la puerta de tu casa grandes cajas con el rótulo «Para regalar». En ellas hay ropa, juguetes, pero sobre todo libros. De una, he cogido una edición de El súbdito de Heinrich Mann y de otra nada menos que el libro de Percy E. Schramm, el amigo de Aby Warburg, Kaiser, Roma, Renovatio, sobre la imitación del imperio romano que llevó a cabo el papa Gregorio VII. Espero que Lufthansa se apiade de mi sobrepeso al regreso.

La vida es tan sencilla que estas cosas, como llenarse la retina de verde por doquier, dan una tregua al espanto. Con el tiempo, los pueblos se diferenciarán por cosas sencillas. Estarán los que saben que se cruzan con paisanos desarmados que regalan libros y los que tienen que ir en guardia a cada paso, sobre todo con la propia policía. Estarán los que dejan la tierra quemada y baldía y los que cuiden cada brizna de hierba como si fuera su tensión arterial. Solo los locos tendrán dudas de dónde quieren vivir.