El silencio roto por un lejano ciclomotor que carraspea hasta desaparecer. Una cortina metálica que baila y se insinúa al ritmo de una inapreciable brisa veraniega que lucha contra el sopor. La voz de una vecina que pregunta y un joven que responde. Poco más. 13:24 horas. Finales de julio. La casa enorme. La calle sola. El pueblo despoblado que revive en verano. Unos pajaritos en las antenas. Unas campanas a la media hora. La plenitud a menudo está vinculada a la nada, a la simpleza, a la reducción. Sin reloj no hay prisa. Sin la exigencia de la productividad neoliberal hay vida. 

Se escucha en unas casas aledañas a un joven. Maldice a todos los muertes por la falta de cobertura en el pueblo. Desea navegar lejos. Porque donde se define por el tiempo pausado, las conversaciones y los olores. Lecturas pendientes demasiado tiempo, comidas a las 15:30 horas y sudorosas siestas con Neil Young. Un helado nocturno, un abuelito que interpela y una destartalada bicicleta Torrot. Un baño a las nueve de la noche, una mirada que recuerdas el resto del curso. Recuerdos. Muchos recuerdos de esos que sólo mueren sino son recordados. Pero el joven quiere actualidad, la proximidad de una conversación digital y las bromas de un español en Andorra. 

Y hay vida. Vida más allá de la exposición. De la insoportable, superflua e inútil sobreexposición. Vida más allá de presiones y ansiedad. Vida. Vivir no es mirar a los otros vivir. Vivir no es anhelar vidas ajenas. Vivir no es existir para intentar ser envidiado. Vivir es ser consciente de que estás vivo. Parar y pensarlo. Reflexionarlo y sonreír. Vivir es vivir.