La foto más hermosa que conservo de mis padres está tomada en las gradas del Santiago Bernabéu, el 2 de julio de 1967. Puede que fuera uno de los días felices de la vida de Roberto Gil. Para mi padre, me consta, también lo fue. En Roberto se daban todas las virtudes del héroe clásico y atemporal: carisma, convencimiento, destino. Sabía que ser capitán del Valencia CF era un privilegio a cultivar, un sueño al alcance de muy pocos. Recogió el testigo de Puchades y lo dotó de significado más allá de la intensidad emocional de lucir el brazalete. Ese compromiso fue su gran aportación a la historia de Mestalla. Logró lo que casi todos perseguimos, que palabras y hechos caminaran de la mano. Ese doble mérito le dotó de aura y respetabilidad. Trabajó, persistió, supo decir adiós. Jamás practicó la simpatía cainita de los trileros. Antepuso la responsabilidad y la defensa del club por encima de su ego. Supo servir sin servirse, callar cuando su silencio era necesario, morder dónde debía. En un mundo infantilizado y frívolo, algunos miserables quisieron laminar su prestigio con la anécdota del «té cosetes». No lo consiguieron. Roberto no era ídolo con pies de barro, era árbol con raíces milenarias. Le lloramos porque nos deja infinitamente más huérfanos, pero le honramos porque supo elevar a condición sagrada lo que otros han percibido con indiferencia. Como el mismísimo Jorge Luis Borges, hizo suya en primera persona la máxima de que el sueño de un hombre forma parte de la memoria de todos. Roberto Gil Esteve le prometió a su madre que sería capitán del Valencia CF y una mañana de julio de 1967 se presentó en su pueblo con la copa de campeón de España. Debe haber otras cosas en la vida, es posible, pero no se me ocurre ninguna mejor ni más bonita.