Salvo algunos directivos y accionistas, nadie llorará por el impuesto a las energéticas y los bancos. Las empresas y entidades afectadas pueden recurrir a los tribunales en contra de la proposición de ley de PSOE y Unidas Podemos para gravar durante dos años sus beneficios extraordinarios, y lo harán, pero difícilmente conseguirán la solidaridad o la comprensión de la mayoría de los ciudadanos. Menos aún cuando aprovechan la presentación de sus beneficios récord para quejarse por las nuevas tasas, mientras que las familias que les escuchan ven reducido su capital disponible como consecuencia de la altísima inflación, del precio de la luz y las gasolinas, y están irritadas por verse obligadas a pagar comisiones a los bancos por tener depositado en ellos su dinero y, ahora, por las hipotecas.

No, eléctricas y bancos no están en su mejor momento reputacional. Los bancos arrastran esa mala imagen desde la larga crisis que comenzó en 2008. Una depresión económica causada por los excesos del mercado financiero e inmobiliario que afectó de lleno a las entidades. Pero mientras el sistema financiero fue rescatado con dinero público, parte del cual nunca se recuperará, quienes soportaron la peor parte de la crisis fueron los que ahora Pedro Sánchez llama clase media trabajadora, que sufrieron el paro y los recortes en la sanidad y la educación públicas, cuyas consecuencias aún están presentes, además de una fortísima devaluación salarial y una merma radical en sus derechos laborales.

La impopularidad de las eléctricas viene dada por la actitud arrogante de algunos de sus patrones, además de porque su abultada cuenta de resultados choca con la también abultada factura de la luz de hogares y pymes y porque a nadie se le escapa que esas empresas se están beneficiando de los beneficios caídos del cielo. No ha sido España y su gobierno ‘bolchevique’ el primero en imponer nuevos impuestos sobre los ‘windfall profits’, porque ni siquiera la denominación es originalmente española. Los gobiernos de los conservadores Mario Draghi y Boris Johnson, en Italia y el Reino Unido, lo hicieron antes e incluso la Comisión Europea propuso hace unos meses a los estados miembros establecer estas nuevas tasas temporales.

Es difícil saber si el «ladran, luego cabalgamos» que el presidente del Gobierno expresó como «si protestan es que vamos en la buena dirección» ayudará a Sánchez en su empeño de reconquistar el apoyo del ahora desmovilizado electorado de izquierdas. Pero el presidente, cuya popularidad también padece el desgaste de materiales de dos años y medio de pandemia y sus consecuencias sanitarias, económicas y sociales, de la guerra de Ucrania y sus secuelas energéticas y de sus alianzas políticas y parlamentarias, conserva aún más simpatías sociales que las que tienen las empresas en rebeldía con los nuevos impuestos. No les vendría mal a sus directivos reflexionar sobre si, en esta ocasión, no les compensaría más ser solidarios con la situación del país y reducir un poco sus ganancias, en aras del bien común.