Hay fechas inconfundibles. Días que los tenemos grabados a fuego. Recientemente, para no olvidar la liberación de Ortega Lara y la ejecución pública de Miguel Ángel Blanco a manos de ETA, medios de comunicación nos han invitado a pensar qué estábamos haciendo ese día, cómo lo vivimos y con qué personas lo experimentamos. Tenemos otro día clavado en nuestra memoria y es el 14 de marzo de 2020 cuando todo un país, recluido en casa, con temor y sin saber qué estaba pasando, contemplaba por la televisión la aprobación del estado de alarma para la gestión de la situación de la crisis sanitaria ocasionada por le COVID-19. Enseguida intenté buscar información para buscar alguna certeza, alguna plataforma sólida en la que poder sostenerme y así comprender algo de lo que estaba pasando. Ese mismo día, este periódico publicó un artículo, ‘Cuando la cuarentena se vive en la calle’ que desmontó todos mis temores. Si la pandemia nos cogió a contrapié lo hizo bajo el calor y el cobijo del hogar y de los nuestros. Pero había personas que la pandemia no les evitó seguir bajo el yugo eterno de la intemperie: los sin techo, los vagabundos, los olvidados, los miserables… los pobres de siempre que desaparecen y se difuminan ante nuestras miradas.

Gonzalo Sánchez comenzaba diciendo en su artículo: «Nunca nos acordamos de ellos. Ni siquiera cuando viene una crisis sanitaria y está entre los grupos más vulnerables. Cuando los vemos agachamos la cabeza, fingimos mirar al móvil, aceleramos el paso o simplemente hacemos como si no los escucháramos. Como si no existieran. Yo el primero». Cuántas veces nos incomodamos al estar tomando algo en una terraza y que nos pidan una ayuda o cuando una persona entra en el metro tocando la guitarra o desplegando una actuación y no sabemos dónde dirigir nuestra mirada. Ahí nos mostramos como analfabetos emocionales. La pobreza nos desnuda porque nos describe como somos realmente. Sánchez hablaba de una asociación valenciana, Amigos de la calle, que trabajaba para visualizar a estas personas. Un año después, cuando la pandemia estaba haciendo estragos, en una misa dominical, sin esperarlo, un monja franciscana y amiga, Belkys, subía al altar y habló de esta asociación, de su realidad y nos pedía ayuda, comida, ropa, implicación y sobre todo ganas de mirarlos a la cara, de escucharlos y sostenerlos. Ella siempre me decía que tenía que ver lo que se hacía. Tenía ganas de vivir un voluntariado diferente al penitenciario que es en el que yo me muevo desde hace años.

La asociación Amigos de la Calle se reúne todos los domingos del año en el antiguo barrio de Islas Malvinas de València. Por la mañana preparan 700 bolsas de comida. Me impresionó las personas jóvenes con las que me encontré, las que no salen en las estadísticas que apuntan a su pérdida de valores. Personas de todas las edades con un objetivo común: ayudar de forma desinteresada, sin esperar nada a cambio, sólo encontrarse con una mirada, atenderla para dignificarla. Porque de eso se trata, de dignificar, de reparar, de atender, de un simple hola, cómo estás, un abrazo, un buen apretón de manos… ¿Les suena? ¿No necesitamos ustedes y yo, como si de agua de mayo se tratara, de todos esos gestos para que le demos sabor a la vida? ¿Qué sería de nosotros si nunca recibiéramos eso que nos cuesta dar y que anhelamos a todas horas?

Una vez están preparadas todas las bolsas, ya se pueden imaginar el trabajo de horas que hay detrás, y un domingo, día de familia, campo y playa, comienza el reparto por los barrios de la ciudad. Cuando se llega a cada punto de reparto, ya están ahí, esperándote. Ese temor que teníamos desaparece con la primera palabra. Esa persona que necesita ayuda podrías ser tú y yo. ¿Qué les habrá pasado? Te dan las gracias. Juan, tras 20 años de calle, me dice: «Sonríe a la vida». Espero, a partir de ahora, no volver agachar la cabeza ni virar la mirada ante una persona que, simplemente, no le ha acompañado la vida como a mí sí lo ha hecho.