La Sra.Ministra de Educación ha despedido julio dejando en manos de la CRUE y de las Comunidades Autónomas un documento al que califica como «una primera propuesta de trabajo» para modificar las EBAU. Por ello y a la vista de las entusiastas manifestaciones de algún docente que muestra «su total acuerdo» y de alguna AMPA, dadas a conocer por Levante-EMV (29/07/22), me limitaré a realizar alguna reflexión sobre el tema para situar en otro punto el debate y orientarlo en otra dirección sin hacer uso del espantajo del «memorismo» como si esta fuera la propiedad que busca favorecer el actual sistema: «No hablamos ya de desarrollo memorístico, sino de aplicar las competencias adquiridas, desarrollar la mente de las personas» (González Picornell).

Hace mucho tiempo que las pruebas que regulan el acceso de los bachilleres a la Universidad han cambiado su formato y su finalidad; lo que a nivel coloquial y oficial se conoció como «la selectividad» ha sufrido un cambio tan significativo como indica el porcentaje de aprobados que ya nadie se refiere a estos exámenes con ese término. La razón es clara: con estos exámenes solamente se busca una reorganización de los listados de notas para que los estudiantes puedan solicitar la matrícula en una u otra carrera universitaria; no se persigue una selección y las formas de calificar siempre abren la puerta a corregir un fallo en una materia. Lo dicho no es una afirmación gratuita e infundada. Todo lo contrario: cuando año tras año el número de aprobados ronda el 96% hemos de admitir que la prueba no ha sido pensada y organizada para seleccionar; ha sido diseñada para dar forma a un proceso administrativo en el que los estudiantes deben solicitar la adscripción a una u otra carrera.

Lo sucedido es razonable. Las pruebas no persiguen el logro de una exigente elección ya que se ha asumido que una selección suficiente, esto es, capaz de ser asumida por el sistema universitario ha sido llevada a término en los centros de bachillerato y por miles de profesores. El futuro universitario de los jóvenes ha quedado en una parte muy importante en manos de los claustros de sus colegios e institutos. Esto se puede modificar, atenuar la importancia de la calificación del centro; basta con retornar al 50% (expediente) / 50 % (prueba) o bien al 40 %/60%.

¿Dónde nos encontramos? Se ha aceptado que los centros de bachillerato ya aportan una selección suficiente y, por otra parte, la oferta de las Universidades permite asumir la mayor parte de los deseos de los bachilleres, pues el potente desarrollo de las universidades privadas satisface la necesidad de docencia en especialidades concretas que no son capaces de ofertar los centros universitarios públicos. En definitiva, sumando ofertas de la Universidad Pública y de la Privada llega a ser médico quien desea serlo, como llega a ser fisioterapéuta o traductor quien buscó serlo. Por tanto, todo indica que no es necesario instrumentalizar una prueba para desencadenar un nuevo sistema de selección de alumnos. Pongamos el acento y los recursos en profundizar el criterio de adjudicación de plaza en una u otra titulación y universidad, pues se continuará con el recurso a la centésima que solo pone de relieve la incapacidad y la falta de voluntad política para asumir un problema evidente: hemos descargado en la décima o la centésima la decisión sobre el futuro profesional de unos estudiantes. Cabe mantener este criterio, pero cabe corregir su insuficiencia y apoyarlo con otros métodos; todos están inventados y en curso en prestigiosas universidades.

Esta es la situación: se ha asumido que más seguridad ofrece un dictamen o juicio sobre «la madurez intelectual» fundamentado en un bachillerato que en una prueba puntual. Se ha insistido en que uno de los ejercicios de la nueva prueba está pensado para evaluar la madurez del alumno: La portada del Ministerio presenta el documento con el siguiente titular: «La nueva EBAU recogerá una prueba de madurez como principal novedad». Ese objetivo no supone novedad alguna. Ese objetivo es compartido por la actual prueba que ha defendido la inevitable asociación de lectura y reflexión hasta la saciedad y hace del análisis y lectura de textos el medio de la prueba. ¿No cabe pensar que la prueba de filosofía, historia o lengua, articuladas sobre la lectura y análisis de textos, pueden ofrecer un mapa bastante completo de las categorías con las que un estudiante organiza sus reflexiones, sus lecturas o sus análisis de los acontecimientos? Solo cabe una respuesta positiva y, por tanto, deberíamos mantener esos ejercicios. Eso sí, se debería profundizar en el momento y el sistema de calificación para que ninguna lectura sea condenada, aunque no sea la que el corrector comparte.

Así pues, creo que sería más razonable profundizar en la mejora del diseño actual y, sobre todo, en la evaluación de las responsabilidades de programación, asesoramiento y supervisión de la confección y dirección de los programas que la LOGSE acabó atribuyendo a la administración y retirando a la Universidad. La Universidad debe recuperar la dirección de la supervisión de las programaciones, la evaluación de las mismas y la confección de las pruebas (modalidad, dificultad, etc..). Estas funciones exigen una coordinación, que requiere cercanía y proximidad tanto para favorecer el diseño de los programas como para ejercer la valoración y seguimiento de su adecuación a un proceso selectivo. Las pruebas únicas solo introducen distancia y con la distancia sabido es que se multiplican las ilusiones de la percepción; en nuestro caso, podremos llegar a creer que ganamos igualdad, pero solo se producirán disfunciones. Me quedo tranquilo porque dudo que haya un solo centro en el que se persiga «el desarrollo memorístico» y no se persiga «desarrollar la mente de las personas». El Sr. T, González Picornell puede descansar tranquilo.