Opinión

Playas, qué lugares

El otro día, mientras limpiaba el trastero, llegó a mis manos una foto de mi infancia. La foto estaba tomada en "el cura", una mítica playa de Torrevieja. Mientras contemplaba la imagen, me venían a la mente decenas de recuerdos con mis primos jugando a la pelota. Y recuerdos como aquellas neveras repletas de refrescos, agua y bolsas de patatas fritas. Al calor de la sombrilla, mis padres y mis tíos hablaban de sus cosas. Corrían los años ochenta. Eran años del Naranjito, de la España de Felipe y del "Un, dos, tres... responda otra vez" los viernes por la noche. Pasábamos largas horas en la playa. Tantas que salíamos con los dedos arrugados y la espalda roja como si fuéramos salmonetes. Las avionetas arrojaban artículos publicitarios a los bañistas de la orilla. Una orilla repleta de castillos de arena y de niños jugando con sus palas y rastrillos. Recuerdo que encima de las toallas había libros de bolsillo. Libros abiertos que aguardaban a sus lectores mientras estos se bañaban. 

A primera hora del día, el agua estaba cristalina y llena de pececitos. La gente solía madrugar muchísimo para colocar la sombrilla en primera línea de playa. Nosotros, llegábamos sobre las once más o menos. Tocaba protector, sacar los flotadores y luchar con valentía contra las primeras olas del día. Recuerdo que no soportaba el agua en los ojos. Tanto que salía, una y otra vez, a secármelos con la toalla. Sobre las doce, tocaba el almuerzo. En aquellos años, era raro el niño que no almorzaba pan y sobrasada. Tras el almuerzo, recuerdo que mi padre y yo íbamos a comprar el periódico. A mi padre le encantaba, leer la prensa debajo de la sombrilla. Mientras la leía, solía comentar las noticias del día. Noticias como la visita del Papa a España o el referéndum sobre la adhesión a la OTAN se convertían, entre otras, en la actualidad del momento. En aquellos años casi no se veían cuerpos tatuados. Ni siquiera los chicos se depilaban. No existía un culto al cuerpo tan exacerbado como el que hoy conocemos. Recuerdo que las familias se llevaban sus radiocasetes a las playas. La música de Radio Futura, Loquillo y Mecano inyectaba ritmo y baile a aquellos atardeceres de agosto.

Hoy, las playas han cambiado. Ya no se respira el mismo espíritu familiar de los años ochenta. Ya no existe ese olor a sardina que desprendían los chiringuitos de antaño. Mientras paseo por la orilla "del cura", me doy cuenta que todo es diferente. Ya no hay tanta arena como antes. Se ha estrechado la orilla. Veo gente cabizbaja, debajo de las sombrillas. Gente ensimismada pasando pantallas entre móviles y tabletas. Observo menos castillos en la arena y casi no siento el tacto de los pececitos golpeando mis talones. Echo de menos los libros abiertos en medio de las toallas. Y extraño muchísimo a la gente leyendo la prensa en los sillones de rayas. Veo cuerpos tatuados hasta las cejas. Tantos que los que no vamos tatuados, somos los raros de la playa. Echo de menos los montones de cáscaras de pipas. Y lo que más me gusta es que ya no veo colillas en la orilla. A las nueve de la noche, la sombra se hace grande en el manto de la arena. La luna desplaza al sol en el crepúsculo del horizonte. Los cangrejos bailan la jota debajo de las rocas.

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