La historia de Edinson Cavani y el Valencia rescata una emoción vieja en el fútbol, la de volver a fichar a una estrella contrastada después de un periodo de penurias. Estos días, la sensación de la Generación Z con el delantero charrúa ha debido ser parecida a la que los niños de los 80 tuvimos con la cesión para media temporada del gran Rabah Madjer. Hoy no interviene el drama iniciático de un descenso, pero sí se respira la percepción de haber atravesado una posguerra futbolística. Allí estábamos, con «The final countdown» de Europe en el walkman y la paga invertida en el alquiler de «Pesadilla en Elm Street 2», totalmente pasmados de ver al «crack» argelino en su presentación vestido con ese blanco luminoso de los uniformes valencianistas de la época. El paralelismo empieza y acaba en el chispazo emocional. La ingeniería financiera con la que el Valencia de Tuzón completó una operación impensable, pagando a Madjer con parte de la recaudación, era una señal honesta en el propósito de recuperar el protagonismo perdido y dejar de ser el penúltimo partido resumido en «Estudio Estadio». En ese verano de 1987, de nuevo en Primera, la esperanza de volver se grababa en una canción de la plantilla, junto a Los Inhumanos, con un estribillo mágico: «La emoción llena el estadio y renace la ilusión, nuevos tiempos se aproximan… ¡el Valencia es campeón!». La operación Cavani se espera con ansia, pero en ella se cuadran números retirando los escombros del gran resacón singapurés de haber movido mil millones entre fichajes y ventas para acabar sumando tres años sin Europa.

Ver a una estrella consagrada fichar por el Valencia tiene un efecto tan reconfortante que siempre crees que acabará con un rotundo mito, el que dice que este tipo de inversiones fracasan en Mestalla. Un estadio de aliento tan frenético que jamás se adaptará en un balneario de retiro dorado. Ni Romário, ni Kluivert, ni tampoco el cromo imposible de Madjer, triunfaron de blanquinegros, a pesar de ser recibidos con pólvora, pasodobles y adjetivos intensos. El perfil infalible era el de los Kempes, Penev, Mijatovic, Villa y Piojo López, o el Cavani que aterriza en el Palermo, promesas emergentes de progresión segura, pescados antes de alcanzar la fama. Pero de la ilusión se acaba participando aunque detectes la complacencia traicionera, la trampa. Siempre se espera que Cavani, con su fiereza competitiva, acabe emulando a Wilkes, el único de los ídolos de masas que como valencianista combinó el apetito insaciable de regates y goles con los placeres de la vista del mar desde la pensión de La Pepica, compartiendo vecindad con Hemingway. Me los imagino en la terraza, charlando de sus estancias en Hawaii.

Cavani saldrá como Kluivert o Wilkes. O quizás, como su compatriota Fonseca, ni hasta llegue a vestirse de murciélago cuando solo faltaba la firma. Y envejeceremos con el Valencia todavía como un simulacro anómalo en manos de Lim, o regresando a la decencia de los tiempos de Tuzón. Pero siempre, cuando despertemos, la ilusión seguirá ahí, esperándonos, con su farsa amable y sus susurros narcóticos, sabiéndose absolutamente vencedora entre nuestras rutinas grises.