Sanna Marin, primera ministra de Finlandia, protagoniza el debate político actual. Quien esto firma tenía mitificada la portada del periódico, suponiendo, erróneamente, la relevancia de su contenido. Las imágenes de portada y sus titulares retratan esa realidad momentánea e instantánea, las noticias a comentar en la cafetería o el trabajo. Recuerdo algunas épicas como las que anunciaron la muerte de Lola Flores, o la de Rocío Jurado, sin una sola noticia que añadir, con unas fotografías descomunales y sus nombres en tamaño gigante. Unas portadas de justicia porque, cuando murieron Lola y Rocío, el mundo se detuvo y nada importaba nada. Pero las no-noticias también quedan marcadas por una realidad paralela, como se ha visto en el caso Marin, pues, si no entendí mal –es tal el absurdo que uno duda de su propio entendimiento– la joven política fue fotografiada bailando en una fiesta como si no hubiera mañana. Tal ha sido el revuelo internacional que la susodicha se sometió a un test de drogas tras las críticas por salir de fiesta, como si fuera un problema que las tomara en un ambiente de jolgorio. Uno le pediría a Sanna que deje de consumirlas si conduce o gobierna, que viene a ser lo mismo, pero, en su vida jaranera, allá ella y sus sustancias químicas.

El caso Marin –pongámosle un rótulo periodístico– recuerda que el correveidile sigue en forma. Aquí el problema es darle importancia y rango a la masa alcahueta, como si fisgonear tuviera ontología política. Entrometerse en la vida privada y corriente de las personas ha sido una práctica cotidiana –en valor todavía– de los metomentodo. Puede uno entender el carácter cotilla de personas aburridas, incluso las personas mojigatas, guardianas de esencias y conductas moralistas o religiosas, complacidas cuando comprueban que la virtud corre de su cuenta y no de quienes bailan, cantan, chuscan y beben sin miedo a ningún infierno. Otra cosa es atribuirles rango político, sociológico o epistemológico. Trotaconventos los hay por doquier, si bien la prensa jamás debería darles pábulo. Así dan valor a un periodismo puritano; y peor todavía, acostumbran a la ciudadanía a moralizar sobre las vicisitudes del tiempo libre, personal, íntimo. Por cierto que el caso Marin precisa de un ligero barniz feminista. Se la persigue y juzga por mujer, por bailar descaradamente, sin ruborizarse. Si fuera un hombre con cargo de Estado apenas nos importaría la noticia, difícil de salir a la luz pública, porque ellos, como saben, se divierten en prostíbulos. Allí coinciden, por cierto, con muchos maridos pacatos, feligreses, parroquianos.

En España la tradición cotilla siempre vino de la mano de la derecha. Siguen incólumes, asomándose a la mirilla de la puerta o del muro virtual, diciéndonos cómo pensar, relacionarnos, casarnos o trabajar. Recuerden que la gente de derechas, siempre pusilánime, denunciaba anónimamente al homosexual, a la madre soltera o al comunista. Algunos fueron apaleados, otros fusilados. A muchas les robaron sus bebés en nombre de Dios, otras internadas en manicomios. Todo patrocinado por los chismosos, las chismosas y un Estado inquisitorial. Cuidado porque siguen mirándonos y sus hijas e hijos, nietos, nietas, reproducen el mismo fustigamiento moralista. ¡Nos vigilan y esperan a su secta para condenarnos a la hoguera o al paredón! Si algo tienen en común es que votan a la derecha, practican alguna religión –la que sea– y se meten en nuestra cama porque la suya está muy vacía en concordancia a las únicas dos neuronas de su proyecto de cerebro. Y a esta gente, querida Sanna Marin, no se le responde, sino que se la combate. A todas las derechosas viejas y viejos del visillo nuestra más enérgica peineta. ¡Eah!