Científicos españoles han descubierto que la gente que se parece mucho entre sí sin que les una el más mínimo vínculo familiar tienen un ADN semejante. Con esto parece explicarse el viejo tópico literario del doble, del sosias (la palabra proviene de la obra Anfitrión, de Plauto, en la que Mercurio se hace pasar por Sosias, el criado de Anfitrión, para ayudar a Júpiter a seducir a Alcmena), que siempre me ha fascinado. Será porque la vivo asiduamente. He comprobado con frecuencia que algunas personas me miran mal. Siempre he recibido esas miradas (de odio, de profundo desprecio) con perplejidad, sin saber por qué razón era el blanco de su hostilidad, porque para mí son perfectos desconocidos.

He tratado de sopesar todas las posibilidades y al final la razón que me parece más factible es que, quizás, me parezco a una mala persona que ha ido por ahí haciendo enemigos, dejando tras de sí un reguero de gente herida y resabiada cuyo dolor recojo cuando se cruzan conmigo y creen reconocer en mí al tipo que les dañó. Esta idea ha llegado a preocuparme seriamente. Algunas veces temo que alguien, más lastimado o más loco, me agreda en plena calle, de improviso, sin darme tiempo a reaccionar, a defenderme, a huir. O que tal vez un día llegue enfermo a un hospital y alguien de allí, quizás del personal subalterno, o incluso del sanitario, quiera consumar sobre mí una venganza que ha ido rumiando desde hace mucho tiempo, sin percatarse de que no soy yo ese ser odiado de quien quieren cobrarse una satisfacción.

Yo siempre he sido uno de esos tipos que no caen bien del todo. Al menos, a alguna gente. Los listos, los guapos, los que caminan por el mundo con cara de ya saberlo todo, dos cuartas por encima del suelo, siempre me han mirado con desprecio o, directamente, ni siquiera me han mirado, ajenos siempre a mí. Su selecto club nunca me admitiría como socio, me lo dejaban claro en la primera mirada, esa que ya contenía toda la carga de desprecio del que se siente superior sin un motivo exacto, concreto, determinante, pero inapelable.

Aquel niño del parvulario, Hugo, me miraba así. Fue el primero. En un tiempo en que todos los críos íbamos con el pelo muy corto, casi militar, él tenía una melenita peinada con la raya al medio. Se sentía más guapo que todos los demás, y a mí me puso un apodo hiriente, cruel, exacto. Me llamaba «Orejas de mono», y lo hacía constantemente. No sirvió de nada que descubriésemos un día que su moderna melenita ocultaba unas orejas más simiescas que las mías. Nadie me apeó el mote y nadie se atrevió a ponerle a él ninguno. Así ha sido y así seguirá siendo. Y siempre que alguien me mira mal por la calle no dejo de preguntarme si mi doble, ese maldito, también tiene orejas de mono.