Desde la aprobación del Estatuto de los Trabajadores en 1980, aquel texto audaz, introductor de la democracia en nuestras relaciones laborales, ha sido objeto de sucesivas reformas. Unas reformas que, con mayor o menor profundidad, siempre han pretendido dotar de mayores instrumentos de flexibilidad unilateral a las empresas, en ocasiones, a cualquier precio. Bajo este planteamiento ya de por sí erróneo, por cuanto implica una transferencia de riesgos e inseguridad a las personas trabajadoras y sus familias, subyacía la idea de que la contratación temporal era la vía a través de la cual debía transcurrir la creación de empleo.

Reforma tras reforma, hemos asistido a la generalización de los contratos temporales sin causa, interiorizándolos como algo consustancial a las relaciones laborales. Cuántas veces, en mi experiencia como inspectora de Trabajo, he encontrado contratos eventuales que enmascaraban interminables períodos de prueba a voluntad del empresario. O contratos de obra para la realización de la actividad estable y ordinaria de la empresa. O sucesión de contratos de muy escasa duración bajo un endeble amparo de ‘acumulación de pedidos’ y en los que, invariablemente, los días festivos y de fin de semana quedaban excluidos y, por tanto, sin derecho a retribución ni cotización a la Seguridad Social.

Qué duda cabe que la generalización de la contratación temporal no causal sólo beneficia a una de las partes de la relación, la empresa, por constituir un vínculo laboral fácilmente prescindible ante cualquier eventualidad propia del riesgo empresarial, y que permite mantener plantillas sumisas, escasamente sindicalizadas y en absoluto reivindicativas. La temporalidad excesiva, lejos de ser una mera estadística cuya corrección recomienda la Unión Europea, constituye una auténtica lacra social que afecta, en mayor medida, a colectivos especialmente vulnerables, como mujeres, jóvenes y personas con habilidades diferentes. Abundan, asimismo, las investigaciones que demuestran una relación entre tener un empleo temporal y un peor estado de salud o un mayor riesgo de padecer accidentes laborales.

Hoy, apenas unos meses después de la entrada en vigor de la reforma laboral de 2021, que vira en 180 grados la orientación anterior, podemos afirmar con rotundidad que aquella apuesta por la contratación temporal, como fórmula magistral que todo había de resolverlo, constituyó una de las peores decisiones estratégicas laborales que nos ha llevado a ser un país sin parangón con el resto de Europa en cuanto a tasa de temporalidad. La reforma aprobada el pasado diciembre, fruto del acuerdo en la mesa de diálogo social, supone un regreso a aquella idea original contenida en el primigenio Estatuto de los Trabajadores de 1980, priorizando la contratación indefinida en nuestro país.

La norma ahora vigente, como ya lo hiciera su predecesora cuarenta años antes, rechaza toda indiferencia legislativa, apostando decididamente por el vínculo laboral indefinido como regla general, admitiendo sólo excepcionalmente y con unos requisitos muy tasados las fórmulas de contratación temporal. Elimina el contrato para obra o servicio determinados, modalidad contractual fuertemente cuestionada por las jurisprudencias interna y comunitaria, endurece las reglas sobre concatenación de contratos y refuerza el papel de la Inspección de Trabajo incrementando la cuantía de las sanciones e individualizando la infracción. Al tiempo, potencia la figura del contrato fijo discontinuo, extendiéndolo no solo a los supuestos clásicos de estacionalidad o temporada, sino también a situaciones de intermitencia en la prestación y al desarrollo de trabajos en el marco de la ejecución de contratas mercantiles o administrativas, o admitiendo su utilización por empresas de trabajo temporal.

El impulso que la norma otorga a la contratación fija discontinua merece ser subrayado porque, en la práctica, va a suponer que un número muy significativo de contrataciones temporales adopten a partir de ahora la fórmula fija discontinua, con plenitud de derechos, estabilidad en el empleo, cómputo de antigüedad, inversión en formación y promoción profesional o cobertura en situaciones de desempleo, entre otras. La reforma laboral de 2021 abre una nueva senda en la recuperación de derechos laborales, en especial para los sectores con menor capacidad reivindicativa.

En la Fundación Novaterra sabemos bien que serán las personas en los márgenes de la precariedad quienes más significativamente avanzarán en sus condiciones de trabajo. Aun siendo necesarias más iniciativas, que posibiliten el acceso al trabajo de las personas en riesgo de exclusión social, saludamos una norma que supone un decidido paso en el viaje a la dignidad y en la búsqueda de empleos dignos y decentes.