En este verano histórico ha caído sobre mis manos el libro de la periodista italiana Francesca Paci, Donde los cristianos mueren. Describiendo la situación dramática que viven millones de cristianos en Irak y Oriente Próximo, nos deja una perla que radiografía al dictado la reacción a distancia y tibia, por no decir indiferente, de la comunidad internacional y del llamado primer mundo ante lo que está pasando en América Latina en relación con la Iglesia en Nicaragua y en otros países como Venezuela, Cuba, Argentina o El Salvador donde la libertad política, de religión, de conciencia y expresión están en barbecho desde hace décadas: «La opinión pública europea sigue distraídamente el caso de los cristianos atrincherados más allá del Mediterráneo. En efecto, según el paradigma de las causas transversales del nuevo milenio, el caso de los cristianos perseguidos no encuentra su espacio en las categorías tradicionales derecha-izquierda, pobres-ricos, laicos-religiosos. La caza de cristianos, en fin, indigna menos que otras injusticias». Clama al cielo la posición que la Unión Europea tuvo frente a la masacre de 50 feligreses cristianos en el mes de junio en la Iglesia de San Francisco Javier de Owo, Nigeria, donde mueren más de 3500 cristianos al año. No olvidemos que en el mundo son más de 300 millones de personas cristianas que son perseguidas.

El último capítulo de esta vergüenza internacional lo tenemos en Nicaragua que debería servir para despertar del letargo, de la modorra existencial que vivimos ante tantas injusticias que se dan ante nuestras narices. Si del mismo modo exigimos, sin rodeo alguno, que se aclaren todos y cada uno de los asuntos pendientes dentro de la Iglesia como los abusos y demás, y yo como católico así lo exijo y deseo, también pido y reclamo que se alce la voz sobre el exterminio y la persecución que sufren los cristianos y la Iglesia en el mundo. Hemos visto en directo, sin corta pisas, cómo el régimen despótico de Daniel Ortega decretaba el cierre de seis emisoras católicas asaltando un templo para cerrar una de las radios en medio de disparos y forcejeo con los fieles. Todos estos acontecimientos provienen de la estrategia política de hostigamiento y presión del Gobierno sandinista contra la Iglesia Católica, sumando el incendio de una capilla de la catedral de Managua, la expulsión del nuncio vaticano, el hostigamiento a obispos y sacerdotes, la expulsión de la Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa de Calcuta… ¿alguien da más? Pues sí, el pasado 19 de agosto los lacayos de Ortega secuestraron en la casa episcopal de Matagalpa al obispo Rolando Álvarez que ya estaba, junto con un grupo de sacerdotes y laicos, incomunicado más de dos semanas sin casi posibilidad de recibir atención y alimento.

Invito a todo lector a que pregunte, por ejemplo, quién está denunciando hoy la vulneración sistemática de los Derechos Humanos en las prisiones y en otros ámbitos sociales en aquellos países. Sabemos que en América Latina la Iglesia es de las pocas instituciones que se encarga de los servicios básicos como la salud y la educación en decenas de proyectos y misiones en las periferias más pobres y peligrosas del planeta. Hace unos días, Silvio Báez, otro obispo auxiliar de Managua, al que Ortega obligó a exiliarse hace cuatro años, dijo: «Son inútiles y blasfemos los discursos que invocan a Dios y hablan de Él mientras al mismo tiempo se lanzan palabras de odio, se fabrican mentiras infames y se hace sufrir a los pueblos. La verdad es que no son cristianos los que se sirven de la ley para hacer actos ilegales ni quienes les llaman bien al mal y mal al bien. Se encaminan a su ruina los tiranos que cargan a sus espaldas crímenes e injusticias. Asuman la responsabilidad de sus delitos y hagan espacio al amor en su corazón». Una parte importante de la Iglesia y de los cristianos estará en aquellos lugares donde el único derecho inalienable es morir. Y no olvidemos que nuestro mayor pecado no es sólo la indiferencia y las cosas que ignoramos sino las realidades que no pretendemos ver. Quien tenga oídos para oír, que oiga.