El hombre desde que nace comienza a morir, comienza a vivir con la muerte. Y la mujer, se entiende. La cavilación corresponde a M. Heidegger, quien dijo que el ser humano es en sí mismo un ser-para-la-muerte. Son muchos los que piensan que hay vida más allá de la vida. Convendría meditar, digo yo, si hay resquicio de vida en la propia vida. Las doctrinas metafísicas o religiosas se fundamentan en la trascendencia, su cosmovisión del mundo queda supeditada a otra realidad posible, como fuera el caso del mundo inteligible en Platón o el paraíso/infierno del cristianismo. Pero, ¿cómo comprender el sentido de la existencia –en caso de haberlo– desde la inmanencia? La gente de a pie ya no cree en Dios ni en el horóscopo, resignada a una cotidianidad mortecina. Cómo digerir peroratas heideggerianas cuando la máxima preocupación existencial consiste en llegar a fin de mes. Hoy la fe se profesa en el supermercado y no en la Iglesia, pues, quien más, quien menos, busca ese milagro de multiplicar los panes y los peces. La fe de uno/a se revela en la cola de la caja, a la espera del prodigio de un montante ínfimo que posibilite algún capricho pasional, como pueda ser un chato de vino.

Permítanme un par de confesiones personales. Perdí el sentido de la existencia al descubrir una lata de anchoas precintada en un contenedor antihurto. Una imagen traumática, insoportable. Joder, me dije a mí mismo, el ser-para-la-muerte debe ser algo así como robar anchoas de un supermercado. Antes atracaban bancos en busca de millones, por si acaso no hubiera más allá, disfrutar en el más acá. Se roban coches, se okupan casas, en fin, cosas entendibles y de sentido común. ¿Qué proceso psíquico conduce a alguien a mangar una lata de anchoas? ¿Y a protegerlas como un bien preciado? ¿Se ha estudiado en algún tratado? La inmanencia nos sitúa en el ser-para -la-muerte. El sentido de la finitud se da en las anchoas o en la pescadilla, si no miren otra historia particular. Un servidor sólo come pescado en el restaurante. Pero, en un reciente viaje a Madrid, acompañé a comprar pescadilla a mi amigo Juanito Díaz El Golosina. Comprar como acompañante te sitúa en el universo. Meditas, observas, analizas. Juanito pidió una pescadilla entera a razón de casi 11 euros el kilo. Troceada con piel, sin piel y espinas para el caldito. Un compendio de la filosofía, la pescadilla y sus límites.¿Quién se beneficia de la plusvalía de esa pescadilla? –me dijo una voz interior marxista. A buen seguro que no el pobre pescatero. No es que ya sea cara la vivienda, es que cualquier menudencia, como una simple pescadilla, vale un potosí.

La ciudadanía deviene un ser-para-la-muerte heideggeriano. Se muere cada día, en el supermercado, en el trabajo, en la piscina o la cafetería. Cómo creer en otra vida si en la de aquí y ahora las anchoas se preservan en mecanismos antirrobo, o la pescadilla sale a una hora de trabajo forzado en la empresa. Heidegger debería referirse a esto cuando decía que, desde que nacemos, comenzamos a morir. Vivir es caro, pues sí.