Ya ni recuerdo cuándo la conocí. El tiempo se va amontonando sobre otro tiempo y lo que queda es como un confuso grumo de tiempos, como una algarabía de días y de años, como eso que pasa con nosotros dentro y seremos al cabo una agenda de sitios y de nombres, de libros y memoria, de vidas vividas muchas veces a deshoras en las revueltas dulces y amargas de esas vidas.

No recuerdo cuándo conocí a Marie-Claude Chaput pero sé que fue en Nanterre, en la Universidad donde una vez se levantaron los adoquines de las calles parisinas para buscar la playa de la libertad y hacer añicos la cómoda retórica de lo imposible. Las fechas se nos van de la cabeza porque todo corre demasiado aprisa, porque lo de ayer ya es del tiempo de los dinosaurios, porque mañana es un cuento chino que se han inventado para que no nos demos cuenta de que el presente existe. A lo mejor la conocí en Nanterre a primeros de este siglo. O a finales del otro. A saber. Pero desde entonces, desde que nos conocimos fuera cuando fuera, no hemos dejado de andar juntos por casi todas partes: con la historia de este país nuestro haciéndonos compañía. Siempre en las manos la historia de este país, tan desmemoriado y tan en silencio cuando se trata de escarbar en la tierra para sacarle los huesos del crimen y la sangre republicana que aún hoy son huesos y sangre clandestinos escondidos en el miedo político a construir un tiempo limpio del polvo y la paja del franquismo. Y sin los fantasmas de desaparecidos que siguen convirtiendo el sueño en una injusta y aterradora pesadilla.

Toda su vida la dedicó desde el hispanismo francés más comprometido a indagar en nuestra última historia. Y no sólo desde el punto de vista académico, desde ese trabajo suyo como catedrática de Civilisation Espagnole en Nanterre, sino también en lo que podríamos llamar trabajos «a pie de obra», siempre atenta a lo que pasaba o no pasaba entre nosotros como una lectora más de los acontecimientos. Escribió mucho sobre muchos asuntos. La Transición española a la democracia ocupó buena parte de sus intereses universitarios, así como el papel de la mujer en el espacio público, el anarquismo o la presencia en la prensa española de la guerrilla antifranquista. Pero ya digo que Marie-Claude no fue sólo eso: fue una currante también fuera de los círculos académicos. Sabía como nadie que la universidad y la calle han de andar juntas, que una aprende de la otra, que los libros y los archivos continúan vivos cuando salen al aire de aquellas alamedas que gritaba Salvador Allende desde el Palacio de la Moneda el último día de su vida. Cuando hablábamos o nos escribíamos era para mostrar ese interés suyo por lo que aquí a tanta gente le importaba un pito. La exhumación de las fosas le provocaba un entusiasmo grande, mezclado, claro está, con esa sensación de tristeza y de rabia que también provoca pensar que en este país todo lo que tiene que ver con el pasado más reciente es como un tren que se queda escacharrado antes de llegar a la última estación: «…este silencio macizo/ que hasta en las frondas se acuesta», como escribía Miguel Hernández muchos años atrás, casi a punto de convertirse, él mismo, en ese silencio obsceno al que lo condenó la dictadura.

Cuando pase por el número 4 bis de la Rue des Écoles, miraré hacia el balcón del tercer piso y sabré que nunca París será lo mismo a partir de ahora. Siempre era su casa el sitio donde acabábamos en grupo las sesiones de trabajo en Nanterre, en el Colegio de España o donde fuera. Y a ese balcón me salía un rato para ver las calles solitarias de una ciudad que a dos pasos bullía por las calles y las terrazas de Saint Michel y Saint-Germain-des-Prés. Lo recuerdo ahora, lejos de aquellas noches y en medio de una tristeza infinita, en los versos de Ingeborg Bachmann: «Cada momento tiene una dulce profundidad». La sonrisa a veces irónica de Marie-Claude, cómo miraba los alrededores y volvía de ese paisaje con más dudas que certidumbres, la seguridad que teníamos de que sin ella todo nos hubiera resultado más cegadoramente incomprensible. Por mucho que se diga, la muerte siempre será algo inexplicable. Y andará, sea la hora que sea, al lado de la vida. Las junta lo que recordamos, lo que se quedará en este lado de lo oscuro para siempre, eso que nadie, por mucho tiempo que pase y las tentaciones del olvido, nunca conseguirá borrar de nuestra memoria más querida, más radicalmente insobornable.

No recuerdo cuándo la conocí, en que fecha del calendario nos encontramos por primera vez. Sí que sé que fue en Nanterre y que desde entonces nos juntó una pasión inmensa por un país que vive demasiadas veces de espaldas a su propia historia. A ese balcón tuyo en la Rue des Écoles llegan desde esta columna de domingo palabras que hablan del tiempo compartido, de lo que alguna vez soñamos y no siempre salimos derrotados. Sólo de la vida hablan estas palabras, Marie-Claude. Sólo de la vida.