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Juan Lagardera

no hagan olas

Juan Lagardera

Un verano en las faldas del Montgó

Supongo que fueron los milicianos quienes llegados al aciago tiempo del 36 decidieron cambiarle el nombre a la pedanía de Jesús Pobre, un enclave entre Dénia, Gata y Xàbia. Allí el Pare Pere había fundado un hospicio franciscano en el siglo XVII tras encontrar una imagen yacente de Jesucristo, renombrando aquella antigua alquería al modo cristiano. Dado que los republicanos de la guerra se consideraban ufanamente ateos, acordaron sustituir el sagrado topónimo. Hasta el 39 llamaron a su pueblo Montgolia, y a ellos mismos montgoles.

El Montgó es una de las últimas montañas rocosas que se elevan sobre el mar al este de la Península Ibérica, solitaria, con 750 metros de altura. A cierta distancia es de película del Oeste, el escenario de Las aventuras de Jeremias Johnson, la de Robert Redford como trampero. Aquí confluye el sistema montañoso bético que es el mismo de las islas Baleares. Un paraíso para excursionistas que al descender sus laderas se abre al puerto de Dénia, cuyos muelles vuelven a ser decisivos en las conexiones marítimas con Ibiza y Formentera gracias a la visión de la naviera Baleària refundada de la antigua Flebasa por Adolfo Utor.

Tiene un aire telúrico, un punto espiritual. Tanto que una de sus caras parece la cabeza de un elefante, animal sagrado para los credos orientalistas, de ahí la profusión de centros yóguicos entre los vecinos chalets decorados con budas de escayola. Estuvo habitado desde la Prehistoria, y desde su altura no solo se ven las Pitiusas con claridad sino todo el mar de cimas que separan Valencia de Alicante y que tal vez explique, en parte, la desvertebración de nuestra Comunidad. Desde el Montgó uno diría que está en una geografía de cantones suizos incomunicados por una sucesión continua de picos y valles: la Retoría, el Vall de Gallinera… Toda la Diània que llamó el genial etnobotánico Joan Pellicer y que extendía hasta el Bixquert de Xàtiva y Ontinyent.

En el lado más accesible de la montaña, en la Xara, se encuentra Benimaquia, donde se han localizado restos ibéricos de cultivo de vid para la elaboración de vino, uno de los yacimientos enológicos más antiguos de Europa. Todos estos rastros de la Historia se cuentan en paneles diseminados por los caminos del Montgó, cuyo extenso perímetro de más de dos mil hectáreas fue declarado Parque Natural en 1987. De ese modo se detuvo su ocupación chaletera con feas edificaciones de arcos y balaustradas más parecidas a los molinos de la Mancha que a los rius raus mediterráneos. El Parque, sin embargo, está lleno de viejos contenedores de basura que escampan plásticos y cartones por sus ribazos.

Curiosamente, tanto Dénia como sus localidades menores Jesús Pobre y la Xara, así como Xàbia, han cuidado la limpieza urbana. Mediante depósitos enterrados, en áreas perfectamente urbanizadas, han dado un salto de calidad en higiene y orden que no es igual, ni parecido, en la periferia diseminada y campestre. El problema de Dénia es otro: su caos circulatorio. Anuncia el ayuntamiento, al fin, un nuevo plan urbanístico para que opine la ciudadanía. Desde finales de los años 70 que Dénia está bloqueada y sin ordenar, sin proyectos de circunvalación.

Saturada de vehículos, sin aparcamientos adecuados, con el tránsito al puerto y a las playas cruzando toda la ciudad y con nuevas zonas peatonales en torno al paseo del Marqués de Campo, la movilidad en Dénia es un melodrama cotidiano. La imponente sombra de los grandes plátanos y los helados de Verdú le reconcilian a uno con esta Dénia que, en cambio, ha sabido mantener su cultura culinaria: Quique Dacosta, el Faralló de Javier Alguacil, Miquel y su hijo Adrián Ruiz, Federico Cervera Devesa y sus hermanos, Óscar Marí de la Xerna, el Marino, el Sancta Sanctorum… y muchos más protagonistas en sus fogones. Dénia es, no cabe duda, la ciudad valenciana donde mejor se come.

Resulta llamativo, sin embargo, lo cerca que están Dénia y Xàbia y como viven de espaldas las dos localidades. La cocina ancestral es parecida, incluso algunas de sus fiestas, pero apenas se saludan. Xàbia quiere ahora una salida directa a la autopista, lo que la alejará todavía más de sus vecinos del Montgó. Xàbia mira a los cabos, a la Nao y San Antonio, desde donde observarían antaño el tráfico de los piratas berberiscos. Aquí pudo estar la legendaria Hemeroskopeion, una ciudad atalaya de origen griego masaliota.

En Xàbia, como en Calpe, hubo una importante presencia romana, pero con la caída del Imperio, el Mediterráneo se convierte en un mar peligroso. Xàbia se transforma en un castillo-iglesia fortaleza y sus planicies quedaron libres, sin asentamientos, gracias al miedo. Sorolla visitó sus calas para pintar esbozos y los empresarios vascos encontraron un magnífico refugio lejos de los años de plomo y terror. Luego llegaron los madrileños, los ingleses, franceses y holandeses y, finalmente, los valencianos de València, que ahora dominan masivamente la noche javeana. No hay adolescente o joven de la burguesía valenciana que no le haya dado la tabarra a su familia para pasar unos días en Xàbia. En el Molí, no en el Montgó.

Comen las mismas gambas, pulpo seco, buche de atún, arroz a banda y figatells, pero Dénia y Xàbia viven al margen. A estas tierras las llaman ahora la Marina Alta, pero no siempre ha sido así ni han estado unidas. La comarca actual es una idea de Prevasa en los 70, la empresa de estudios de la Caja de Ahorros. Los árabes la recrearon como taifa, al Dàniyya, y los borbones la llamaron Dénia, sin más; los napoleónicos Cabo de la Nao; cuando Xàtiva fue capital de provincia liberal, Dénia se incorporó a la misma y Xàbia se unió a Alicante; durante la definitiva división de la restauración con Javier de Burgos la frontera provincial sufrió dos modificaciones por las que Gandía primero, y Oliva después, dejaron de ser alicantinas. El Marquesado de Dénia y los Valles de Pego también lo intentaron tal como propuso Emili Beüt y en parte Sanchis Guarner, pero los límites administrativos ya no se movieron.

Más allá de tales fronteras encontramos, sin embargo, la poesía de Francisco Brines que sitúa su mirada desde Oliva hacia la Segaria y el Montgó, o el paisaje de la infancia que rememora el curator Vicent Todolí en su huerto de cítricos de Palmera, aquel que conforma un único universo delimitado por el Mondúver, el Benicadell y el Montgó. Siempre la montaña telúrica perfilando una eterna visión.

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