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Jaime Roch 01

El debate de los toros

Prohibir la celebración de espectáculos taurinos es censurar lo que algún día fuimos y todavía somos. Vetarlos es alejarnos de una de las raíces más profundas del Mediterráneo

Una imagen reciente de un toro cerril en la Vilavella Frank Palace

La fiesta de los toros siempre ha ido acompañada de polémica. Abrir el debate ha sido una constante a lo largo y ancho de la historia de una de las manifestaciones más conocidas y populares que nos ha legado la civilización cretense del segundo milenio de a.C. Es decir, los juegos de la civilización minoica en la Edad de Bronce han llegado a la edad contemporánea con los bous al carrer y las corridas de toros que todavía se celebran hoy en día.

Tanto es así que, en 1567, el Papa san Pío V prohibió los toros. Una vez se volvieron a instaurar, el Pontífice Sixto V los volvió a vetar. Del mismo modo, en 1704, el primero de los Borbones, Felipe V, también firmó la prohibición de la fiesta taurina para derogar la orden veinte años después. En 1771, durante el reinando Carlos III, a instancias del Conde Aranda, volvieron a ser prohibidos los festejos taurinos.

A todos ellos, ahora se quieren sumar unos cuantos alcaldes valencianos, activos hackers de la cultura del futuro. Hooligans de lo políticamente correcto al servicio de lo público y de sus vecinos. Porque claro, defender los toros deja mancha. Defender la fiesta taurina es una cuestión, aparentemente, indefendible. Porque no hay ningún partido político que la defienda claramente. Y si lo hace es por puro populismo para recoger un puñado de votos que los aúpe momentáneamente en las urnas.

Pero uno verdaderamente empieza por defender la tauromaquia para defenderse a sí mismo. Para salvaguardar lo que uno es intrínsecamente como persona, sociedad y país. Uno defiende los toros como defiende la pilota en los trinquets, los conciertos de las bandas de música o los ninots de las Fallas, emblemas del patrimonio cultural valenciano.

Prohibir la celebración de espectáculos taurinos, como ha ocurrido en Sueca o en Tavernes de la Valldigna, es censurar lo que algún día fuimos y todavía somos. Vetarlos es alejarnos de una de las raíces más profundas del Mediterráneo. Y no hay nadie más fácil de manipular que una sociedad sin raíces, hueca y vacía de esencia.

La pasión por el toro es la máxima expresión de la cultura solar -ahí está la Vall d’Uixó, cuyo nombre procede del latín Valle del Sol- y un elemento vertebrador del pueblo. Ahí están las plazas mayores llenas de los centenares de municipios de la Comunitat Valenciana que celebran festejos al reclamo de la emoción del toro.

Si en los grandes debates sobre las libertades, como en el caso de la política o la religión, se hubiera optado por la prohibición bajo el enfoque del gusto o el pensamiento único, estaríamos permanentemente en guerra. Prohibir nunca fue legal. Prohibir nunca fue democrático. Los toros, especialmente los bous al carrer, pertenecen al pueblo. Porque son cultura del pueblo.

Los bous al carrer son un rito iniciático más o menos extraordinario. Los toros, por ejemplo, son el círculo perfecto que encierra la vida de mi abuelo, las emociones de mi propia vida, de mi familia. Como de tantas otras miles de personas que viven por y para él tras la estela de la ceremonia popular.

En los toros aprendí a mirar sin espanto a los ojos de la vida y de la muerte. Ver pasar por debajo del balcón de casa a un animal bellísimo e inigualable genéticamente como el toro, con una historia y una evolución apasionantes, es fabricar en la mente una especie de adrenalina única.

Sentir cerca la embestida de un animal así durante unos minutos es convertir la vida en un presente continuo. Es entender que la bravura de los toros hiere y puede llegar a matar. Y que los toros no son perros ni gatos. Ni animales domésticos, claro. Verlos es comprender cuál es nuestro sitio en la vida. Porque delante del toro no hay futuro. Solo vida o muerte. Por eso, el debate va más allá de la fiesta taurina. 

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