Este último agosto, tras más de medio siglo en el Poli (cuatro años de emérito incluidos), una jubilación forzosa ha cerrado mi carrera universitaria. Parece, pues, oportuno, comparar la diferencia abismal entre la docencia actual y la de entonces (1971). Aquella estaba a cargo de unos profesores que, siguiendo la tradición de las escuelas técnicas, eran, mayormente, profesionales de prestigio, sin otro interés universitario que impartir un amplio temario que, después, exigían con rigor. Era lo habitual en las ingenierías, aún desacopladas del sistema universitario. Las primeras politécnicas, Madrid, Barcelona, -también Valencia-, nacen ese 1971, aglutinando escuelas centenarias. Su alto nivel académico lo sostenían catedráticos, más ingenieros que universitarios, con un profundo dominio de unas materias estructuradas en grupos de cátedra (treinta en Ingeniería Industrial). Pocos alumnos, pero muy preparados, finalizaban la carrera. Los más alcanzaban puestos relevantes, cimentando así el prestigio del joven Poli.

Sinergias con la Universidad de Valencia propiciaron la visión tridimensional propia del trabajo universitario (docencia, investigación y transmisión del conocimiento). Buscando una rápida promoción, se trasladaron al Poli algunos jóvenes profesores de materias básicas. También la llegada de catedráticos de otras escuelas contribuyó a cambiar el panorama. La LRU (1983) dio el empujón final. Se crearon institutos universitarios y, agrupando a profesores por áreas de conocimiento, departamentos. También promovió la colaboración con la sociedad, lo que generó unos ingresos extra destinados a apoyar la investigación y a estabilizar, completando sueldos, al profesorado.

Para impulsar las publicaciones se crearon, poco después (1989), los sexenios. Inicialmente un incentivo económico a la investigación, que, con el tiempo, han devenido vitales en la carrera universitaria. Hoy el lema sajón “publicar o morir” sigue vigente. Incluso quienes tienen un sexenio activo reducen su carga docente, algo sorprendente porque aleja de las aulas a quienes, teóricamente, son los mejores. La reciente creación de los sexenios de trasferencia (con idénticas prebendas) confirman la jerarquía de estas actividades sobre la docencia. Así lo confirman los quinquenios docentes. Fáciles de obtener, son sólo un complemento económico.

Esta asimetría orienta los esfuerzos del profesor hacia las tareas incentivadas. Lo certifica una anécdota de finales de los ochenta. Comentaba entonces con un conspicuo profesor la semana de intenso trabajo docente que me esperaba. Debía corregir cien exámenes de los de entonces (unas 1000 páginas). Me respondió que él ya no perdía tiempo en tales menesteres. Tras el examen, lo resolvía ante sus alumnos para que ellos, después, se autoevaluasen. “Aprueban todos, me olvido de ellos, y todos contentos” concluyó. Estaba anunciando los nuevos tiempos.

Desde entonces, el descenso del nivel de formación ha sido constante, hasta llegar a lo inaceptable. El punto de partida fue el populismo educativo de la democracia. El aldabonazo, el mensaje, a mediados de los ochenta, del político que presidía la apertura de curso: “el porcentaje de suspensos es inaceptable y la sociedad no puede financiar una universidad tan ineficiente”. Desde entonces nos preside el, eufemísticamente llamado, rendimiento académico, porcentaje de alumnos aprobados frente a los matriculados. Hay, pues, que aprobar cuantos más alumnos mejor porque, a más aprobados, mejor financiación. ¿El nivel?, qué más da. Populista también fue la creación indiscriminada de universidades para “acercarlas a la ciudadanía”. Los resultados son conocidos. Multiplicación de titulaciones, menor nivel académico y guerras para captar alumnos. Y faltaba Bolonia, con su explosión de títulos y un relajamiento general del sistema educativo consolidado por el COVID. Como nadie podía “quedarse atrás”, abundaron los aprobados generales. El resultado, muchos ingenieros egresados y, claro, a más oferta y menos habilidades, sueldos iniciales mileuristas.

Y lo peor, nada va a cambiar mientras los actores estén, como están, cómodos. Los políticos ratificando a diario el marco docente. Los dirigentes universitarios necesitados de “altos rendimientos” para financiar la universidad. Además, los aprobados facilitan ascender en unos rankings que, pese a ignorar la docencia, obsesionan. Basados en hechos escrutables (artículos en revistas indexadas) desde la distancia, -Shanghái-, a menor carga docente, más tiempo para publicar. Ya se ha dicho que, para facilitar su dedicación a lo “importante”, quienes publican imparten menos clases.

Al tercer actor, al profesor, le han impuesto el marco. No puede ser exigente porque es señalado por “bajo rendimiento” y, además, las encuestas, sensibles al número de suspensos, lo reflejan. Tampoco lo aconseja el principio de acción y reacción (si exiges más, te exigen más). En síntesis, este marco perjudica a quien, por ética y responsabilidad, hace lo que debe hacer. Egoístamente, pues, conviene rebajar la carga docente, eligiendo asignaturas cómodas (últimos cursos con pocos alumnos). Antaño se disfrutaba con la docencia. Hoy, salvo excepciones, es un suplicio. Finalmente, al cuarto actor, el estudiante, acostumbrado al marco actual, sufriría para adaptarse a una nueva cultura basada en el estudio y el esfuerzo. Sabe que, con poco trabajo, compatible con el imperante carpe diem, obtendrá un título hasta hace poco prestigioso. Y el día de mañana, ya se verá.

Una situación que agrava la pérdida de financiación consecuencia de la caída de alumnado que, en los últimos 15 años, ha registrado un descenso de más del 30% (de casi cuarenta mil a poco más de veinticinco mil). Pero es una pérdida asimétrica. Han crecido Bellas Artes e Industriales (23% y 10 %, respectivamente), se ha mantenido el campus de Alcoy, y ha habido descensos significativos en el resto (entre el 16% y el 80%). Pintan, pues, bastos. Pero el necesario ahorro también está siendo asimétrico, correspondiéndole el mayor sacrificio a la tarea docente. Las nuevas necesidades (centros que crecen o jubilaciones) se cubren con profesores asociados, la figura más económica. Sus horas de clase cuestan veinticinco euros, diez veces menos que las del catedrático (siete veces, las del contratado doctor). Pero claro, incluyendo correcciones y tutorías, la hora del asociado se iguala a la de una kelly de hotel. Las diferencias aumentan considerando la reducción docente del profesor con sexenio activo, privilegio que no tiene el asociado.

Si la próxima renovación (en 10 años se habrá jubilado el 30% de la plantilla) no contempla el nuevo mapa de necesidades docentes, tan diferente al que originó la plantilla actual, el desequilibrio aumentará. Y de momento no se contempla porque las necesidades se evalúan en los departamentos, con los centros diluidos. Los desequilibrios se corrigen con profesores de centros en recesión impartiendo clase en centros en expansión. Y vale como solución provisional, pues hay que optimizar los recursos y la movilidad de profesores comodín es, aunque no la mejor, una solución. No lo es porque el profesor de otro centro, incluso dominando la materia, nunca la abordará con el enfoque adecuado. Un entorno industrial es diferente al agronómico o civil. Pero no es el único sacrificio de estos centros. Porque si para alcanzar el equilibrio la ósmosis departamental no basta, las necesidades se cubren con profesores asociados, debilitando las plantillas de unos centros que también deben asumir el trabajo extra generado por un número mayor de alumnos. Y por si no bastase, también asumirán el coste de una promesa electoral, rebajar más la carga docente del profesorado. La solución, aumentar, donde se pueda, claro, el tamaño de grupo. Curioso, quienes prometen no pagan.

Un proceder insostenible, porque los centros que sostienen las cuentas universitarias se están exprimiendo al máximo. Urge, pues, introducir mecanismos correctores, basados en indicadores que muestren la realidad. Aunque sea cruda. Como el porcentaje de asociados (y de profesores comodín) sobre el total de profesores de un centro en un departamento y que, en algún caso, frisa un inadmisible 50%. O la viabilidad económica de titulaciones y asignaturas (ingresos frente a costes). La calidad de la docencia se ha devaluado por causas ajenas a la universidad. Pero se ha consentido. Y si, además, la degradación se potencia desde dentro, apaga y vámonos.

Hoy, sin duda, la universidad es más completa que hace medio siglo, porque en dos tareas se ha mejorado mucho. Sin embargo, la tercera, la docente, la más importante, es mucho peor. Basta comparar los exámenes de entonces con los de ahora. Materias reducidas, conceptos confusos, fundamentos débiles y poca capacidad para resolver problemas. Los alumnos actuales apenas razonan. Buscan aplicar la ecuación de turno. Y al final obtienen un título que, atendiendo al esfuerzo requerido, es low cost. Como lo es la docencia de meritorios y abnegados asociados, cuyas crecientes responsabilidades son las que rehúyen cualificados profesores dedicados a tareas más rentables y glamurosas.

Para resolver este complejo problema lo primero es dejar de mirar hacia otro lado y reconocer su existencia. Con más autocrítica y menos triunfalismo en unas webs universitarias que avalan las ¿excelencias académicas? con rankings ajenos a la docencia. Una publicidad engañosa, vaya. Hace unas décadas, sin rankings, nuestros títulos valían mucho más. Ajena a la realidad, la universidad ha vuelto, en lo docente, a su torre de marfil. Y si no desciende, pronto le recordarán que, por incompetente, no debe financiarse, final cantado a una apuesta por la cantidad que ignora la calidad. Por ello, sólo reconociendo donde se está, la prolongada caída de las capacidades de nuestros titulados encontrará, al menos, un punto de inflexión. Falta hace.