De las tres tareas del profesor universitario, enseñar, investigar y transmitir el conocimiento, la primera debiera ser la más relevante. Pero no es así porque la docencia apenas condiciona la carrera universitaria (depende más de las otras dos) y porque hay que alinearse con la creciente relajación del marco docente que exige aprobar cuantos más alumnos mejor. De este modo, se minimiza el trabajo docente (quedando más tiempo para lo importante) y se mejora la financiación (dependiente del número de aprobados). El resultado, muchos más titulados, pero mucho peor formados.

Y nada cambiará mientras los actores estén cómodos. Los políticos ratificando a diario el actual marco docente. Los dirigentes universitarios necesitados de «aprobar mucho» para financiar la universidad y, al tiempo, liberar al profesorado de tarea tan «improductiva». Importan unos rankings que ignoran la docencia. Basados en hechos escrutables (artículos en revistas indexadas) desde la distancia, -Shanghái-, a menor carga docente, más tiempo para publicar. Hay que propiciar la dedicación a lo «importante». Por ello quienes publican dan menos clases.

Al tercer actor, al profesor, el marco le viene impuesto. No puede ser exigente porque es señalado por «bajo rendimiento» y, además, las encuestas, sensibles al número de suspensos, lo reflejan. Tampoco lo aconseja el principio de acción y reacción (si exiges más, te exigen más). En síntesis, este marco tan relajado perjudica a quien, por responsabilidad, hace lo que debe hacer. Hay que rebajar, pues, la carga docente, eligiendo asignaturas cómodas (últimos cursos con pocos alumnos). Antaño se disfrutaba con la docencia. Hoy, salvo excepciones, es un suplicio. Finalmente, al cuarto actor, el estudiante, acostumbrado al marco actual, sufriría para adaptarse a una nueva cultura basada en el estudio y el esfuerzo. Sabe que, con poco trabajo, compatible con el imperante carpe diem, obtendrá un título hasta hace poco prestigioso. Y el día de mañana, ya se verá.

Una situación que agrava la pérdida de financiación consecuencia de la caída de alumnado que, en los últimos 15 años, ha registrado un descenso de más del 30% (de casi cuarenta mil a poco más de veinticinco mil). Pero es una pérdida asimétrica. Han crecido Bellas Artes e Industriales (23% y 10 %, respectivamente), se ha mantenido el campus de Alcoy, y ha habido descensos significativos en el resto (entre el 16% y el 80%). Pintan, pues, bastos. Pero el necesario ahorro también está siendo asimétrico, correspondiéndole el mayor sacrificio a la tarea docente. Las nuevas necesidades (centros que crecen o jubilaciones) se cubren con profesores asociados, la figura más económica. Sus horas de clase cuestan veinticinco euros, diez veces menos que las del catedrático (siete veces, las del contratado doctor). Pero claro, incluyendo correcciones y tutorías, la hora del asociado se iguala a la de una kelly de hotel. Las diferencias aumentan considerando la reducción docente del profesor con sexenio activo, privilegio que no tiene el asociado.

Si la próxima renovación (en 10 años se habrá jubilado el 30% de la plantilla) no contempla el nuevo mapa de necesidades docentes, tan diferente al que originó la plantilla actual, el desequilibrio aumentará. Y de momento no se contempla porque las necesidades se evalúan en los departamentos, con los centros diluidos. Los desequilibrios se corrigen con profesores de centros en recesión impartiendo clase en centros en expansión. Y vale como solución provisional, pues hay que optimizar los recursos y la movilidad de profesores comodín es, aunque no la mejor, una solución. No lo es porque el profesor de otro centro, incluso dominando la materia, nunca la abordará con el enfoque adecuado. Un entorno industrial es diferente al agronómico o civil. Pero no es el único sacrificio de estos centros. Porque si para alcanzar el equilibrio la ósmosis departamental no basta, las necesidades se cubren con profesores asociados, debilitando las plantillas de unos centros que también deben asumir el trabajo extra generado por un número mayor de alumnos. Y por si no bastase, también asumirán el coste de una promesa electoral, rebajar más la carga docente del profesorado. La solución, aumentar, donde se pueda, claro, el tamaño de grupo. Curioso, quienes prometen no pagan.

Un proceder insostenible, porque los centros que sostienen las cuentas universitarias se están exprimiendo al máximo. Urge, pues, introducir mecanismos correctores, basados en indicadores que muestren la realidad. Aunque sea cruda. Como el porcentaje de asociados (y de profesores comodín) sobre el total de profesores de un centro en un departamento y que, en algún caso, frisa un inadmisible 50%. O la viabilidad económica de titulaciones y asignaturas (ingresos frente a costes). La calidad de la docencia se ha devaluado por causas ajenas a la universidad. Pero se ha consentido. Y si, además, la degradación se potencia desde dentro, apaga y vámonos.

Hoy, sin duda, la universidad es más completa que hace unas décadas, porque en dos tareas se ha mejorado mucho. Sin embargo, la docente, la más importante, es mucho peor. Basta comparar los exámenes de entonces con los de ahora. Materias reducidas, conceptos confusos, fundamentos débiles y poca capacidad para resolver problemas. Los alumnos actuales apenas razonan. Buscan aplicar la ecuación de turno. Y al final obtienen un título que, atendiendo al esfuerzo requerido, es low cost. Como lo es la docencia de meritorios y abnegados asociados, cuyas crecientes responsabilidades son las que rehúyen cualificados profesores dedicados a tareas más rentables y glamurosas.

Para resolver este complejo problema hay que dejar de mirar hacia otro lado y reconocer su existencia. Con más autocrítica y menos triunfalismo en unas webs universitarias que avalan las ¿excelencias académicas? con rankings ajenos a la docencia. Una publicidad engañosa, vaya. Hace unas décadas, sin rankings, nuestros títulos valían mucho más. Ajena a la realidad, la universidad ha vuelto, en lo docente, a su torre de marfil. Y si no desciende, pronto se cuestionará su necesidad. Porque ¿está justificado tanto gasto para expedir títulos que apenas cualifican? Bien puede ser el final de la temeraria apuesta por la cantidad que ignora la calidad. ¡Qué triste!