La pérdida del Apruebo en el referéndum del 4 de septiembre ha instaurado una situación de desilusión generalizada entre los grupos que propugnaban el cambio de Constitución en Chile y, por el contrario, un tremendo contento entre quienes defendían el status quo jurídico de la Constitución de 1980. Son reacciones emocionalmente comprensibles, pero requieren de una reflexión moderada. La lectura sobre la derrota del Apruebo habrá que hacerla con calma y con suficientes elementos de análisis, y ahora solo es posible una primera aproximación.

Comencemos por ubicar la situación en la que está el proceso. La negativa al proyecto de Constitución (62 %) debe analizarse insoslayablemente a la luz de las mayorías que iniciaron un proceso constituyente democrático en octubre de 2020, cuando el 78 % apoyó la redacción democrática de una Constitución, y el 79 % prefirió una asamblea constituyente originaria, sin participación del parlamento. La posición del pueblo parece clara: sí a un proceso constituyente que derogue la Constitución pinochetista, no a un proyecto de Constitución concreto que no cubre las expectativas que reclama.

¿Hay un problema en el contenido de la propuesta? Solo hay que echar una mirada rápida a los debates durante la campaña para acercarnos al principal problema del proyecto: contiene una carga social importante en derechos, pero invisibilizada detrás de varias decisiones arriesgadas, innecesarias y de difícil comprensión. Por ejemplo, la discusión sobre el fin de la unidad del Estado chileno. Una Constitución no precisa declarar por escrito la plurinacionalidad, concepto teóricamente relevante pero difícil de explicar en el campo político; es suficiente con incorporar materialmente su contenido, como los derechos de los pueblos indígenas o el reconocimiento de sus actos. Tampoco es necesario (en este caso, ni siquiera teóricamente correcto) enunciar que la soberanía reside en el pueblo «conformado por diversas naciones»; bastaría con incluir instrumentos de democracia participativa para hacer efectiva esa soberanía. Son insumos que no aportaron luz al debate; al contrario, mucha confusión. Una Constitución no es un tratado de teoría constitucional; es la norma fundamental de un Estado que refleja sus fundamentos.

Al común de la población, en general, estos debates no le suscitan el menor interés. Al contrario, los considera contraproducentes, porque desvían la atención de las verdaderas reivindicaciones sociales que impulsaron al pueblo chileno a tomar las calles en octubre de 2019. Sus preocupaciones suelen ser las que afectan a los derechos sociales (trabajo, vivienda, salud…) y les permitirán vivir mejor. Aunque el proyecto constitucional apostaba por un Estado social sólido, no fue el eje prioritario de su mensaje, ni se comunicó adecuadamente. Las personas buscan además que se cuente con ellas para decidir cuestiones importantes. Por ejemplo, reformar la Constitución que se dieron. En el proyecto presentado, la reforma de la Constitución no requería de decisión popular. El Gobierno (presidencialista, con ajustes menores) seguía siendo el mismo, una vez se abandonó por parte de la Convención la innovadora propuesta de avanzar hacia un sistema parlamentario. El bicameralismo legislativo continuó, transformado en una cámara de representación territorial, pero sin competencias legislativas en las regiones. Eran cuestiones trascendentes que podrían haberse tratado de mejor manera en la Convención; pero esta ocupaba el tiempo en otros asuntos, como discutir reglamentos que poco importaban a la gente.

La campaña del rechazo engordó con estos y otros errores, ampliamente susceptibles de ser instrumentalizados. Recordemos el espectáculo ofrecido en determinados momentos por la Convención constitucional que —por inexperiencia, falta de responsabilidad, o las dos cosas— abría las portadas del día con las dificultades para construir consensos, y nimiedades varias. Al final, las noches se hicieron eternas en una aprobación desesperada por cumplir los plazos. La Convención vio erosionada a marchas forzadas su credibilidad y dilapidado su capital político. La campaña del Apruebo no lo tenía fácil.

Porque, si un proceso constituyente es el momento más indicado en un país para crear consensos, este desde luego no lo fue: quienes estaban a favor o en contra del proyecto buscaban el apoyo incondicional a una u otra opción, sin posibilidades de acercamiento: blanco o negro; ahora o nunca; Pinochet sí o no. Pero la democracia real no es la que determina la voluntad de una mayoría coyuntural sobre otra, sino la que construye cimientos de consenso para un acuerdo mayoritario. La confrontación acabó en un choque de trenes más parecido a una elección presidencial que a la construcción colectiva de una Constitución. De haber ganado el Apruebo, el problema sería el mismo: creer, desacertadamente, que en un proceso constituyente democrático hay vencedores y vencidos.

En las confrontaciones se lleva la victoria quien aprovecha mejor las debilidades del rival. En la sociedad donde las fake news se distribuyen masivamente pulsando con un dedo, alguien puede creer que el país tendría dos banderas, o que el Estado embargará los bienes de las familias, con una simple interpretación interesada de un texto. No tener en cuenta la incidencia de este tipo de informaciones (desinformaciones, pero informaciones para quien las recibe sin un mayor andamiaje crítico) es un suicidio político, porque no nos permite conocer la realidad en la que se mueven algunos sectores sociales ni tener en cuenta que quienes se posicionan contra los avances democráticos pondrán todos los recursos necesarios para acceder a grandes campañas de desprestigio. Cabe recordar los casos aún recientes del Brexit en Gran Bretaña y la «victoria» de Trump en Estados Unidos para caer en cuenta de esta realidad de nuestra época, y de la necesidad de enfrentarla con las herramientas adecuadas.

Cabe añadir al análisis el error político de enorme envergadura que fue la decisión tomada por el Apruebo de proponer la reforma de la Constitución inmediatamente después de su aprobación, cuando aún ni había nacido. No es difícil vislumbrar el duro impacto que un mensaje de este calibre supone en un electorado que es convocado para votar por una Constitución de la que se reconoce que está mal redactada y se reformará al día siguiente de su aprobación. Son decisiones que desincentivaron el apoyo, y que solo pueden ser fruto de un frío laboratorio de análisis partidista. Si a ello le sumamos otro gran error, obligar a los electores a votar (voto obligatorio que había sido desterrado en Chile), las consecuencias no se hicieron esperar. La obligatoriedad del voto se traduce en el desprecio hacia la opción, democráticamente legítima, de no participar en determinada votación por las razones que cada uno crea convenientes. Pero el voto obligatorio crea sesgos en el comportamiento electoral que alteran la decisión democrática, porque la aproximación a las urnas no se realiza desde la misma perspectiva cuando alguien quiere participar que cuando no quiere, pero le obligan a ello.

Son muchas las preguntas que nos ha dejado la experiencia chilena, como la conveniencia o no de que los referéndums respondan a preguntas dicotómicas y no complejas, o la forma como las asambleas constituyentes deben canalizar la voluntad popular. Tiempo habrá para estas reflexiones. Lo que parece claro es que se ha desestimado un proyecto concreto de Constitución, pero se mantiene intacta la voluntad del pueblo chileno de dejar atrás el pasado. Por lo tanto, el proceso constituyente sigue plenamente activo.