Llamo a mi madre. Me dice que es una noche muy triste, que no puede repasar mentalmente las últimas horas de Jorge, hace justo un año. Le contesto que no piense en eso a la vez que lucho por quitarme las imágenes de la cabeza. Esas imágenes que me atormentan desde hace doce meses. intento huir de ellas evitando el silencio en la noche, moviéndome sin parar, esforzándome por no pensar.

La cama de la UCI, mi mano y la de Ivana sobre sus manos frías, las constantes vitales apagándose en el monitor, la impotencia… Hora de defunción: 16.30. Causa de la muerte: neumonía por Covid.

Jorge se había convertido, sin buscarlo, en un símbolo de la lucha médica contra el Covid, esa enfermedad que, por fortuna, parece que estamos empezando a dejar atrás o, al menos, aprendiendo a convivir con ella. “Ha conseguido más por la difusión de las vacunas, que muchas campañas de Sanidad”, nos dijo la Consellera de Sanitat, Ana Barceló en el tanatorio. “Con su testimonio se han salvado muchas vidas”, nos decía el President, Ximo Puig, en su cariñosa carta de pésame.

Yo no sé cuántas vidas salvó mi hermano, pero el paso del tiempo ha contribuido a aumentar aún más lo absurda de su muerte. Ya se habla muy poco de las teorías negacionistas y, estoy segura, que dentro de unos años habrán caído totalmente en el olvido. Como lo hicieron antes los que, a finales del S.XIX, pusieron en duda la efectividad de la inmunización contra la viruela.

Jorge defendió sus ideas y pagó un precio excesivamente caro por ello. Mientras tanto, los difusores de esas teorías a gran escala, siguen con sus vidas. A día de hoy, mentir sale muy barato.

“Mira la luna”- me dice mi madre-, “está casi llena”. Miro al cielo, la luz blanca me consuela, como lo hacen los atardeceres o el vuelo de los pájaros. La belleza como antídoto del vértigo.

Y entonces me imagino que Jorge me sonríe, me guiña un ojo y me recuerda que la vida merece la pena.