Desconcierto es el estado de ánimo que asalta a la ciudadanía cuando comprende la agenda divergente de las elites que dan el tono a la actual humanidad. Elon Musk piensa en los próximos diez mil años. Pedro Sánchez, en renovar mañana el Poder Judicial. Lo más terrible de nuestra situación es que ni uno ni otro lograrán sus propósitos. La realidad no se mueve ni en las manos de unos ni en las de otros. Ni Musk y sus talentos frikis piensan de verdad lo que sucederá en diez mil años, ni Sánchez cambiará a los jueces mañana.

En medio, nuestra perplejidad ante esa impotencia, multiplicada por el hecho de que entre nuestras elites económicas y políticas no hay mediación alguna. El dinero está con los proyectos de Musk. La miseria, con los programas políticos. El ciudadano no puede sino percibir esta divergencia como una impotencia directiva. Su desconcierto no le deja otra salida que emprender la huida hacia el ‘sálvese quien pueda’, que subyace a las sociedades que se hunden en la impotencia. Ni una ni otra élite reclaman la capacidad de dirigir a la humanidad. Producen una época desgarrada, que es la prueba de un bloqueo evolutivo.

Recordemos la mentalidad de estos talentos implicados en estos planes de largo plazo. Muchos son millonarios especulando con criptomonedas. Otros, tras una acumulación feroz por alguna innovación tecnológica, quieren seguir haciendo dinero con el turismo cósmico a costa de otros millonarios. Dicen justificar sus programas espaciales porque dentro de diez mil años tendremos que colonizar el sistema solar para encontrar minerales raros, pero en realidad quieren fundar nuevos negocios y, de camino, humillar al Estado, que no es capaz de evitar las fugas de combustible en Artemis.

Esa acumulación es estéril. Han hecho tanto dinero y tan al margen de los sistemas tributarios, que pueden desvincularse de la suerte de sus conciudadanos e invertir sus fortunas en estas nuevas formas de negocio, ahora jugando con el elemento especulativo fundamental, el futuro. Quizá esta sea la prueba definitiva de que las sociedades deberían encontrar la manera de usar su dinero con más eficacia, pues lo que no mejore el presente no podrá estar en condiciones de preparar el futuro lejano.

Encontrar esa manera de usar con utilidad la cantidad de plusvalías sociales que subyace a su acumulación, pasa por someter sus fortunas no a una política de beneficencia, que ofrece a sus negocios la coartada para desinteresarse de la humanidad presente, sino a una política fiscal que ponga en manos de los representantes políticos los recursos para pensar en ese futuro de dentro de cincuenta años, el paso obligado para los diez mil siguientes. El capitalismo, desvinculado del destino democrático de nuestra sociedad, camufla así su carencia de compromiso con el presente, pretendiendo aparentar que posee la filantropía y la generosidad de interesarse por el futuro de los seres humanos que habitarán la Tierra en ese largo plazo. La crueldad es inocultable.

En este sentido, hay una afinidad electiva entre los aceleracionistas y los largoplacistas. Ambos quieren acortar el tiempo del final. Pues lo que parece evidente es que la concentración de unos en la humanidad de dentro de 10.000 años es la garantía para anticipar ese futuro en una dirección, en la que todo obedecerá a los puntos de vista de los supermillonarios, entonces ya los pocos supervivientes de esa extinción parcial de la humanidad. Resulta difícil no ver ahí el sueño de mantener la exclusividad de su estatuto de salvados de una humanidad condenada, como ya aconsejaba el Pilgrim’s Progress, el manual del elegido.

La mejor manera de ser buenos antepasados es ser buenos padres. La preocupación de Musk y sus largoplacistas de Oxford por acelerar ese futuro certifica no solo cómo quieren ganar dinero, sino también a qué tienen miedo. Temen los desastres que pueda realizar la inteligencia artificial, no la preocupación de los que tienen problemas para llegar a fin de mes, ni de esos miles de británicos que por primera vez se pondrán en las colas de la beneficencia para pasar el invierno. Eso no puede camuflarse con una preocupación filantrópica. Su miedo puede ser interpretado. Se concentra en un punto. Un error de la inteligencia artificial maliciosa o diabólica podría destruir los archivos informáticos donde se acumula el registro de sus cuentas corrientes o de sus criptomonedas.

Ciertamente eso produce un miedo proporcional a la longitud de la serie de dígitos de la cuenta corriente que uno tenga. Que esos intereses tan especiales gocen de todos esos recursos, y que los intereses generales apenas puedan comenzar un programa de prognosis para el cambio energético, nos muestra la estructura de nuestro tiempo. La convicción que subyace a esta forma de plantear las cosas es que el capitalismo piensa en seres humanos que ya no son los votantes de nuestras democracias. Las democracias deberían ir tomando nota, si quieren sobrevivir.

Por eso, no comprendo muy bien que Karelia Vázquez titule su aproximación a estas ideas como «El destino en nuestras manos». No sé si está en algunas manos, pero desde luego no en las nuestras. Mientras que no se nos diga cómo nosotros y nuestros hijos llegaremos ahí, no estamos seguros de que el futuro no sea la última expropiación de la humanidad, una que Marx no pudo ni siquiera sospechar. Pensar sobre eso es lo urgente.