En el 73, cuatro meses antes del atentado de Carrero Blanco, anduve por Londres, un Londres icónico, y todo me impactó. Señalo lo de Carrero para contextualizar, para fijar de dónde procedía ese jovencito de incipiente barba pelirroja que salía por primera vez al extranjero con poco dinero en el bolsillo y unas inmensas ganas de mantener los ojos tan abiertos como pudiera, aunque en el intento me provocara una conjuntivitis crónica.

Desde hacía tiempo me atrapaba, entre otras cosas, pisar la calzada de Abbey Road en el sureste de la ciudad, superponer mi zapato donde George Harrison, mi beatle favorito, había virtualmente impreso su huella. Un amigo tenía el vinilo y, mientras escuchábamos las canciones del disco despanzurrados en el sofá de su cuarto, yo recorría centímetro a centímetro la fotografía de esa portada: los cuatro, Paul descalzo y con el paso cambiado, lo que fomentó la creencia, luego cuajada en mito, de que estaba muerto; el Volkswagen blanco mal aparcado sobre la acera detrás de ellos, el furgón de policía vacío al otro lado de la calle, aquel hombre extraño que mira a la cámara desde la acera derecha, los altos árboles de hojas brillantes, ¿abedules? No sé. También quería visitar el Speakers’ Corner de Hyde Park, por comprobar si era verdad eso de que uno podía monologar y meterse con quien le apeteciera, menos con la reina, de quien se celebra estos días su interminable sepelio, sin ninguna consecuencia, dijese lo que dijese. Quería caminar la ciudad en sus cinco puntos cardinales, localizar por puro morbo las señales del Destripador en el East End y comer aquellos perritos con cebolla frita que se vendían en los carritos del Soho y que había descubierto una tarde tristona de domingo en un NO-DO en el cine Capitol, quizá en el Artis.

En aquel agosto de 1973, apenas dejé los trastos en la residencia de estudiantes, una residencia católica (la única que facilitaba el Sindicato Español Universitario, el SEU, o su secuela, de la calle del Mar), perdida por los adyacentes de Finsbury Park, me sumergí, fascinado, en el «tube» y tomé la línea azul oscuro de Piccadilly. Me llamó la atención, más allá del cosmopolitismo ilimitado de los viajeros, la circunstancia de que casi todo el mundo leía, bien libros o prensa. Ya en el exterior me topé con una manifestación que recorría Oxford Street. Era una ola considerable de personas. Marchaban con pancartas, voceando consignas, pero en un orden relajado, aceptado, tutelados por policías igualmente relajados, policías que incluso charlaban con los manifestantes. Observar desde la acera cómo esa comitiva avanzaba de una manera tan flemática y no pasaba nada de nada, quiero decir que los «bobbies» no esgrimían sus porras para atizar a la gente por expresar pacíficamente sus ideas, me desorientó, hizo que de golpe entendiera en un solo minuto la distancia de años luz en la que se encontraba nuestro querido país con respecto a Europa. También que lo inglés (entonces no decíamos lo británico) era un punto y aparte en su propio paradigma.

Ahora que veo imágenes de la vida de Isabel II, que la veo en un puzle atemporal de fotografías inconexas, en distintos tiempos y espacios, con su Barbour, las botas de agua tipo Hunter embarradas, la veo con sus perros corgis galeses, conduciendo un Land Rover, sentada en un promontorio con el castillo de Balmoral y sus pinos de Caledonia a la izquierda, la veo con esos trajes color mantequilla de tres tonos, recibida a bombo y platillo en países de la Commonwealth, con su bolsito en el que supuestamente guarda sus «jam pennies», ese sándwich de mermelada, me hace recuperar, no por la reina muerta sino por mis propios recuerdos, aquellos días de pintas de cerveza y «fish and chips» que atravesé gracias a una prórroga de segunda clase por estudios y al hecho de que carecía de antecedentes penales, requisitos inesquivables para cruzar la frontera por entonces en aquel régimen siniestro. Aluciné, de otro lado, que vendieran el pescado envuelto en papel de periódico.

Por cierto, la peregrinación aquella de Oxford Street era una manifestación contra Franco y su dictadura. Como complemento a la protesta, al día siguiente Lluís Llach ofreció un concierto en Westminster, al que asistí, previo abono, de una libra esterlina. Creo que fue una libra esterlina: «One pound».