Acostumbro a alejarme de aquellos que prometen fidelidad absoluta e innegociable a la sinceridad. Me parecen peligrosos. Se vierten públicamente como locuaces en la aseveración y devotos de la verdad, que lanzan a unos y otras cada día y sobre cada tema. A menudo sin ser preguntados, a menudo sin conocimiento de causa y de consecuencias. Muchos de esos que se venden como francos no son más que groseros. Leí algo así como que la sinceridad sin empatía es mala educación. Realmente la frase no era literal pero yo la he modificado a mi gusto y parecer. Dichos groseros tienen el don de molestar a quien no lo merece y servir a quien no lo necesita. Son así de capaces. Porque en ocasiones aquellos que van de sinceros sólo se limitan a llenar los oídos de los otros de aquello que quieren escuchar y por lo tanto su franqueza está sometida a la consecución de unos fines interesados de los que sacarán tajada.

En psicología se llega a utilizar el término sincericidio para definir a aquellos (mucho me temo que en la mayoría de los casos son hombres a los que el heteropatriarcado ha concedido el don de la palabra en voz alta) que no controlan (o más bien no quieren controlar) lo que dicen. No hay filtro. Tampoco sensibilidad. No hay, por supuesto, un pensamiento previo que evalúe el resultado de la sinceridad patria en los otros. Acechados por la pornografía de la sociedad del espectáculo pensamos que todo debe ser dicho para buscar la viralidad que ofrezca popularidad. Lo no verbalizado no es productivo. No tiene cabida en una sociedad que venera la rentabilidad capitalista, la monetarización y el lucro, el provecho obligatorio de nuestro tiempo. El hecho de pensar, simplemente pensar, no vive su mejor momento. No si ese pensamiento no se traduce en nada. Está mejor visto decir sin pensar. Decir, bien. Pensar, mal. Pero solo entre aquellos y aquellas que aleccionan por encima de sus posibilidades. Porque los que reciben esa sinceridad que no han pedido están hasta el moño y lo mínimo que pueden hacer, y que acabarán haciendo, es alejarse.

Que no se me malinterprete, por favor. Estoy a favor de los ofendiditos pero sólo de aquellos que entienden qué he querido decir y no lo comparten por religión ideológica o afinidad con causas ganadas. No es esto, por supuesto, un alegato a favor de la falsedad o de la mentira. La hipocresía rivaliza con la razón y la posverdad es una ofensa para la intelectualidad. Esto es, más bien, una llamada a la prudencia y a la cautela. Un grito a lo que oficialmente se define como el cuidado y reserva de una persona al hablar o actuar para prevenir un daño. Pero, sobre todo, es un alarido a favor de que algunos dejen de arrogarse el honor y el privilegio de responder a preguntas que no les han formulado.