Hubo un tiempo en el que la naturaleza, aunque juguetona en sus decisiones, era previsible. En el que analizando cuidadosamente datos y registros históricos se podían establecer leyes y pautas para explicar satisfactoriamente los fenómenos naturales. Pero eso ya no es posible. Los fenómenos extremos han pasado a gobernar la vida cotidiana y a condicionar la actividad económica con una lógica que todavía nos resulta desconocida.

En algunas áreas limitadas, decía hace más de 30 años el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), en un escenario hipotético con 1 °C a 2°C de aumento de temperatura, una reducción del 10% de las precipitaciones podría reducir entre un 40% y un 70% la escorrentía anual. Ese escenario ha dejado de ser hipotético. El informe publicado por el Servicio de Cambio Climático de Copernicus (C3S) de la Comisión Europea indica que la temperatura media en Europa este verano ha sido de 1.34 grados Celsius por encima del promedio comprendido entre 1991 y 2020.

Con un escenario de recursos hídricos a la baja —la última revisión del plan hidrológico del Júcar reduce las aportaciones naturales en un 14 por ciento respecto al documento publicado apenas seis años antes—, un tercio de los acuíferos sobreexplotados y más del 50% de los ríos en un estado peor que bueno, el sistema ha entrado en quiebra y ya no pueden garantizarse satisfactoriamente los usos y demandas actuales. Las opciones al uso para hacer frente a este problema son básicamente de dos tipos: las políticas de oferta y las de gestión de la demanda.

Hasta ahora las propuestas y planes nacionales se han fundamentado en lo que se denomina políticas de oferta. Es decir, obtener más agua, sea de donde sea, sin cuestionar los usos y demandas actuales ni su viabilidad. Sería el caso de los programas AGUA PARA TODOS, propuesto por el Partido Popular, y AGUA PARA SIEMPRE, diseñado por el Partido Socialista. En el primer caso, el trasvase del Ebro era la solución elegida para paliar la escasez en la cuenca mediterránea y, en el segundo, las aportaciones debían llegar de la mano de lo que se denomina recursos no convencionales: la desalación del agua del mar y la reutilización de las aguas residuales.

Los trasvases se han vuelto inviables por una sencilla razón, no sobra agua, ya no hay cuencas excedentarias. Para tomar conciencia del problema, a veces una imagen vale más que mil palabras, y esa imagen la hemos visto este verano en el buque cisterna suministrando agua potable a Bermeo o en las fotografías de una Galicia reseca, sin pastos. Ya no se trata de un problema circunscrito únicamente a la España Seca, la del sudeste peninsular, es un fenómeno extendido que alcanza a todas las cuencas hidrográficas, por lo que ya no es factible como antaño apelar a la generosidad entre cuencas para resolver los problemas de escasez. No es una cuestión de falta de solidaridad, ni mucho menos, sino de imposibilidad material. No hay agua para trasvasar.

Los recursos no convencionales tampoco son la solución al problema. En la Demarcación del Júcar, la aportación de la desalación no alcanza ni el 10% de la capacidad que pueden suministrar las plantas, y la reutilización es un potencial venido a menos, sin capacidad de responder a las expectativas despertadas. Se ha pasado de aprovechar el 43% de su potencial a sólo el 30% en los seis años transcurridos desde que se aprobó el anterior plan hidrológico. Las plantas desaladoras están infrautilizadas por el coste de producción y la reutilización, no tanto por la falta de infraestructuras, sino por el marco normativo que la regula.

Las políticas de oferta son políticas escapistas, lo que en el mundo del deporte se denomina patá palante, en las que se intenta satisfacer a los usuarios sin cuestionar la idoneidad y viabilidad futura de los usos del agua, dejando para un futuro incierto su feliz solución. Es una manera de actuar cómoda para el político, sin desgaste a corto plazo, que perpetúa el status quo existente y no entra en conflicto con los usuarios, obviando negociaciones poco amables sobre el reparto futuro del agua. El único daño colateral, valga el eufemismo, es para el medio ambiente, al consolidar asignaciones insostenibles en detrimento del caudal ecológico y la conservación de los ecosistemas.

Los fenómenos extremos nos alertan sobre la necesidad imperiosa de establecer una nueva relación con la naturaleza basada en una gestión más prudente del agua que tenga en consideración la escasez, irregularidad e imprevisibilidad que ha provocado el cambio climático. Hay que dejar de mirar hacia atrás y poner la vista al frente, sin miedo a equivocarse, para reflexionar sobre la viabilidad del actual modelo urbano de ocupación del territorio y, especialmente, sobre la sostenibilidad de determinados cultivos y explotaciones del principal demandante de agua, el sector agrícola.