Me recuerda, el amigo Renato Pedrini, quien en su infancia correteó entre sus piernas, por tierras de su Suiza natal, el 60 aniversario del fallecimiento Hermann Hesse, en 1962, tras regresar de un postrero viaje a la India, y donde fue a vivir feliz largos años, rodeado de afectos. Allí, en Casa Camuzzi, en Montagnola, junto al lago de Lugano, en el cantón del Ticino, escribió entre otros el «Siddhartha», que resultó ser un icono literario de la filosofía oriental que ha acompañado e ilustrado las inquietudes de miles de adolescentes desde hace más de cien años.

Hesse, no pretendía mostrar caminos, más bien despertar conciencias. Alcanzó distantes destinos sin que ningún localismo le detuviera, avanzó siempre hacia la comprensión universal. Pensaba que la literatura permitía conocer diferentes maneras de vivir con distintas concepciones individuales cuya aproximación resultaba necesaria. Leer un libro suyo suponía adentrarse en lo desconocido, tomar por uno mismo el riesgo que supone el entendimiento. Avanzar en las coincidencias para superar las diferencias. Respetar los derechos individuales sin forzar la uniformidad cultural de las distintas sociedades.

El tema central de su obra fue la necesidad de renovación del hombre occidental. Quizás influido por Spengler, y por su visión de la decadencia de occidente, Hesse buscó en la tradición oriental los elementos que pudieran aportar aspectos positivos a nuestra cultura. En «Viaje al Oriente» resume esta idea con palabras del poeta Novalis «¿Adónde vamos? Siempre a casa». Con esta simplicidad pone de manifiesto el motivo más constante de su creación literaria, la India, y a su vez la concepción de que el camino de la verdad pasa por la unidad que subyace en todo lo existente. También con el paisaje.

En el relieve montañoso de la colina donde se encuentra su casa en Montagnola, Hermann Hesse encontró el clima meridional, la paz y la soledad que se observa en toda su obra que ahonda en las profundidades de la condición humana y pone al descubierto su carga trágica y su incierto destino. Los paisajes del Ticino llamaron poderosamente su atención, como si se tratase de un hogar predestinado o un lugar de asilo al que aspiraba inconscientemente. No era sólo la tierra y su clima, sino, principalmente, y quizás por ello, sus pobladores, quienes le dieron el calor y la amistad que le permitieron desarrollar sus inquietudes como hombre y como artista, también pintor.

Hesse hablaba de lo maravillosa que era la pintura. Hace a uno más feliz y paciente, decía, y cuando uno finaliza su obra, los dedos no están negros, como después de escribir, sino luminosos, de colores rojos o azules. Centenares de acuarelas acompañan al visitante que se adentra en el museo de Casa Camuzzi, donde los objetos personales, las fotos y los libros dan una visión más cercana del autor a través de los artículos que poseía y del entorno en el que desarrollaba su vida.

Todos estos objetos del autor y sus variadas propuestas artísticas permiten conocer algo más la realidad de un hombre que se encontraba siempre en búsqueda de sí mismo, en un camino que nunca llega a completar. Adentrarse en el sendero del conocimiento individual para aproximarse al de los demás. La historia de la humanidad revela la presencia de tanta incomprensión mutua y la repetición de tales errores, que hace pensar que la obcecación más rotunda del hombre es la del olvido y su mejor antídoto el del recuerdo.