Aveces pienso que la vida es un encadenado de cuentos, no todos chinos ni tan desproporcionados como el del sepelio de Isabel II; narraciones análogas que se empujan unas a otras, e incluso se entremezclan y contaminan, y provocan una especie de empanada común de la que come todo el mundo. Nada nuevo, lo que Edgar Morin viene a denominar el imaginario colectivo.

No sé si me explico, aventuro que no, porque sigo aún anonadado, más bien saturado, con esos tan modestos fastos con que la familia Windsor nos ha vapuleado inmisericorde estos días pasados, siempre con la complicidad de nuestra prensa. Entiendo que se haya informado del suceso, vale: que el primer día (la muerte de la monarca) se nos dé como primera noticia. De acuerdo, igualmente, con que el segundo día se amplíe el tema y el tercero siga abriendo la escaleta, normal. Pero por qué esa insistencia (¿algunos presentadores españoles vestían de luto cuando el domingo la inhumaron en uno de sus castillos?), tras cinco o seis días, algo que roza el complejo de colonizado, ese deseo de precisarnos hasta el color del calcetín de Charles III. (Por cierto, en una ocasión, tres años atrás, lo tuve a dos metros en una calle de Londres, él caminaba en medio del gentío, hablando -contando algo- con otro tipo, en el West End. Los guardaespaldas se hallaban a corta distancia, pero nadie se percató de quién era. Yo sí. Busqué complicidades para señalar -para contar- el descubrimiento, pero nadie me hizo caso.)

Y es que la cuestión es contar, es una necesidad humana. Estamos rodeados de contadores y de cuentos. Escuchamos chismes en el metro, en la televisión, escuchamos lo que cuentan nuestros políticos, lo hacemos desde la barra de zinc de un bar mientras tomamos un café con leche; escuchamos cómo alguien le cuenta algo a otro alguien en una esquina y se carcajean, en un supermercado, en un ascensor, un taxista te cuenta y tú le cuentas, gente en torno a una mesa redonda consume un aperitivo y se cuenta las últimas aventuras propias o ajenas. Nos gusta contar y nos gusta que nos cuenten. De ahí surge la literatura, nacen las epopeyas, los héroes, los chamanes y los dioses.

Nos hallamos, pues, rodeados de intrigas que queremos comunicar, es una suerte inicialmente de literatura oral, un ejercicio fácil que no requiere el esfuerzo de ser volcado en una pantalla de ordenador o en un folio en blanco. ¿Cualquiera, pues, es escritor? No, y eso que en este país nuestro ya casi hay más escritores que lectores. Convertir ese texto en discurso requiere tener la capacidad por parte del ejecutante de convencer al lector, no es solo habilidad seductora a base de pirotecnias lingüísticas, estrategias aprendidas en un taller de escritura, sino que el que cuenta debe haber dado con el tono adecuado para que esa historia proyecte por sí misma credibilidad. El tono es el quid. También lo que dice Vargas Llosa, eso de que uno no puede ser un gran escritor y ser al mismo tiempo feliz, pero eso es otro tema.

Alguien me contó que Gabriel García Márquez anduvo veinte años metiéndole vueltas a su novela Cien años de soledad, que por entonces pensaba titularla La casa. Había armado el interior del relato, su estructura, lo que ahí ocurriría, qué personajes entrarían en escena, cómo iba a estar presente lo mágico entreverado de realidad colombiana en esa historia alucinante. Pero no se atrevía a dar el paso. Le faltaba algo, y eso que ya había publicado otras tres novelas, un libro de cuentos y decenas y decenas de reportajes en El Espectador de Bogotá. En esos veinte años, se había sentido bloqueado y no había encontrado la llave para iniciar el proceso. ¿Qué le faltaba? Tenía el núcleo de la narración madurado y sus alrededores cosidos. Entonces frenó en seco -eso es lo que me contaron, iban en un coche por carreteras mexicanas él y su esposa, Mercedes Barcha- y dijo que ya había localizado la clave para redactar la novela, había dado con el tono. ¿Cuál era? El mismo que empleaba su abuela cuando en la lejana Aracataca, en el noreste del país, le contaba con su cara de palo los cuentos siendo él aún Gabito, el futuro premio Nobel cincuenta años más tarde.

Ese tono es el que ha fallado en la ceremonia de Isabel II del Reino Unido, su mistificación, el toque imperial que ya no acompaña a los tiempos que atravesamos y esos otros tiempos que nos quedan por delante a los europeos, incluyendo, claro, a los mismos británicos, desde que Putin habla -esperemos que solo sea un cuento- de recurrir al botón nuclear y paf.