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Juan Lagardera

no hagan olas

Juan Lagardera

Se desata la guerra fiscal

A los valencianos, ciudadanos leales del Estado, incluso en las versiones más nacionalistas, nos asiste toda la razón cuando reclamamos una financiación más justa. En el reparto de los fondos públicos estamos en las últimas posiciones tanto si la óptica es demográfica como territorial. Recibimos menos que las demás autonomías per cápita y menos también por kilómetro cuadrado. Tampoco se nos considera «nacionalidad histórica» ni nos vale tener excepciones culturales como una lengua propia.

En el cómputo de la solidaridad interregional se niega el trasvase del agua del Ebro y se cuestiona el del Tajo, mientras asistimos a la explotación de los acuíferos del Júcar a su paso por la Mancha para cultivar cereales de bajo rendimiento. El sureste valenciano, que es una potencia agraria y turística gracias a la fuerte insolación, sufre de sequías casi crónicas.

También hemos padecido una histórica carencia de inversiones públicas estatales. Tardamos en tener AVE a pesar de que el trayecto a Madrid era el más colapsado del país y seguimos sin Corredor Mediterráneo que conecte nuestras mercancías rápidamente con Europa. La autovía por Contreras costó lustros de reivindicaciones y todavía carecemos de conexiones modernas transversales, como la del viejo camino a Gandia desde Alcoi y Ontinyent.

Los ministerios con sede en Madrid se olvidan de que Benidorm necesita una lanzadera que la una al aeropuerto de Elche-Alicante o que la conexión ferroviaria entre Dénia y Gandia articularía un territorio natural. Ni mucho menos parecen merecer financiación especial los museos, las orquestas o los teatros valencianos que se esfuerzan por alcanzar un nivel internacional. Ni siquiera los programas de investigación universitarios llaman la atención estatal.

En ese contexto era lógico que el presidente de la Generalitat, Ximo Puig, articulara un discurso político reivindicativo hacia Madrid. Puig alzó la voz. Primero por una nueva financiación más justa. Después frente a lo que considera dumping fiscal por parte de la autonomía madrileña liderada por Isabel Díaz Ayuso. Finalmente, ante las escaramuzas fiscales del resto de las regiones gobernadas por el Partido Popular, ha tomado el camino de en medio y anuncia una rebaja fiscal para los tramos de renta más bajos.

El mandatario valenciano ha cogido por sorpresa a todo el mundo, empezando por su propio partido y siguiendo por el mismísimo Ministerio de Hacienda, cuya titular, María Jesús Montero, al parecer, se enteró de la iniciativa a través de los periódicos. No obstante, el proyecto de Ximo Puig habría sido asumido a última hora por el Gobierno y se dispone a cubrir la actualidad junto al impuesto «a los ricos» que se prepara para una aprobación inminente.

En resumidas cuentas, la cuestión fiscal deviene un nuevo campo de enfrentamiento político cuando, como ya sabemos, el problema es la financiación regional que sigue sin resolverse, en un marco territorial donde coexisten diversos modelos, incluido el cupo vasco, o en el que autonomías como la catalana justifican sus deficiencias por la supuesta acción depredadora del fisco español.

El debate sereno, una vez más, parece imposible en el contexto político actual justo cuando más lo necesitamos. La izquierda mantiene postulados simplificadores, dividiendo el mundo en «ricos» y «vulnerables», mientras que la derecha oculta su cabreo ante la presión fiscal aduciendo viejas teorías de la escuela de Chicago: a menores impuestos, más riqueza y, en consecuencia, más recaudación.

Tópicos. Lo bien cierto es que estamos en una situación anómala desde el punto de vista de la coyuntura internacional, de la que como país moderno no podemos escapar. Desde 2008, el mundo ha vivido una crisis financiera cercana a la magnitud del crash del 29, más tarde una pandemia universal que paralizó durante meses a media humanidad y, ahora, una guerra en suelo europeo ha colapsado el mercado libre energético. Sin olvidarnos de las restricciones de materia primas, la escasez de minerales raros para la industria de las nuevas tecnologías y la anunciada inflación que ha producido el exceso de dinero emitido por los bancos centrales junto al aumento de las demandas de consumo y el encarecimiento del gas, la luz y el petróleo.

Parece inevitable ante esta realidad que las políticas públicas sean audaces. El país, por ejemplo, no se vino abajo gracias a los Ertes, un «invento» de la ley laboral de Mariano Rajoy (esa que había que abolir a toda costa política), que puso en movimiento el Gobierno de Pedro Sánchez. Así como la mitad de las pymes han sobrevivido mediante los créditos blandos del ICO y de otras entidades como el IVF en el caso valenciano.

La necesaria intervención pública en época de tribulaciones y desgracias, sin embargo, no puede ser excusa para no dejar actuar al libre mercado cuando este es capaz de autorregularse y de generar la sana competencia, un factor de innovación y emprendimiento como pocos. Porque del mismo modo que el país no se hubiera sostenido desde 2008 sin las ayudas europeas y del Estado, tampoco lo habría hecho si la clase empresarial, la iniciativa privada, no hubiera liderado un progreso de productividad y de ajuste de costes sin precedentes en la economía española. Hora es de superar posiciones ideológicas tóxicas. El salto adelante, nuestro new deal, vendrá por un renovado pacto social formulado entre la izquierda y la derecha, que haga más justo el equilibrio territorial español y deje de criminalizar a «los ricos».

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