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Tonino

reflexiones

Tonino Guitian

El paraíso infernal

Cada vez que se acerca un periodo electoral, me asalta el terror a opinar. Y eso que me inicié en la radio pública en Madrid, cuando resultaba verosímil que a Javier Gurruchaga se le encargara el especial de navidad con sarcasmos sobre su familia, Felipe González o la Moreneta. Después fui apartado de la comunicación valenciana para que la Corporació de Mitjans llegara a ser lo que es hoy. Se me brindó así amablemente la oportunidad de tomar mis alas para emerger en la televisión privada, opinando a diestro y siniestro.

En cuestiones de opinión, el objetivo era entonces el mismo que el de la pintura clásica o la fotografía: saber regular los valores. Dar la sensación de profundidad sin perder la del plano. Provocar contrastes y rupturas dislocando lo superficial. Evitar dos luces iguales. Usarlas para que lo bueno o malo que quisiéramos enfocar, resaltara.

La información televisada de hoy son dos señores sentados en un despacho. Su misión es contar los segundos que duran las opiniones de los políticos. Es obligatorio que haya paridad entre ellas, aunque el entrevistado no tenga nada que decir. Las cadenas públicas evitan así el desprestigio de que un partido eleve una demanda por haberle dedicado menos segundos que a otros. Los jefes gritan a la redacción «¡Dame veinte segunditos de PSOE!» «¡Marchando una colita de PP!» «¡Un totalín de Junts!». Todo en diminutivos, para endulzar su totalitarismo, y explicado con términos futboleros estilo «formación morada» o «populares».

Por mor del entendimiento público televisado, un dirigente del botànic puede cambiar su discurso al castellano para llegar a todo el país y una síndica de la escuadra de Feijóo, al valenciano, para que en Madrid no la entiendan. Antes que este providencial don de lenguas, preferiría que hicieran sus alocuciones tocando la trompa, porque es mucho más universal y televisivo entenderse con música. No hay nada menos periodístico que andar midiendo longitudes y palabras tras turnarse el mando del cronómetro y la caja. Con este simulacro de diálogo queda la información pública, en cuestiones de reparto, en total paralelismo con nuestro Poder Judicial.

¿Es esto una hecatombe, como diría Piqueras? No crean. Al empleado del Poder Judicial o al del Ente Televisivo no le entran deseos irracionales de agarrar la escopeta del fin del mundo, sino unas ganas enormes de callarse. Porque de callar uno, viven cien. Han callado en omertá y callan como profesionales de callar, deseosos de abrazarse al mástil del despotismo desatado, aplaudiendo en bucle los clásicos discursos iniciales de los sagaces directivos para pillar imagen, proyección o cacho. La gente cree vivir en un vendaval de opiniones diversas, cuando lo que manda es una unanimidad que ahoga. No estar de acuerdo con los tontos produce ansiedad y problemas. Los likes y el algoritmo alegran el mercado.

En su libro Malestamos sobre la salud mental, la psiquiatra Marta Carmona explica que estamos generando unas condiciones de vida insufribles para muchísima gente. Sufrimientos que se taponan con medicamentos para la ansiedad o en visitas médicas. Y hace una reveladora comparación: «Es como si en tiempos de la esclavitud dices: Vamos a detectar la depresión entre los esclavos y les vamos a dar antidepresivos y psicoterapia. Pero también puedes abolir la esclavitud, ¿no?».

No. La sociedad moderna ha conseguido que sirvamos sin descanso a amos invisibles. La cabeza coronada ya no se puede cortar. Somos nosotros quienes nos aplicamos las sucesivas esclavitudes que nos proponen los bancos. No podemos existir sin ellos, por eso nos ignoran. Para costear las máquinas que supuestamente nos ahorran trabajo, debemos trabajar el triple. La información no persuade, la publicidad sí.

Te entra miedo pensando en si, por hablar en alto, serás el próximo en ser castigado con ser expulsado del cómodo paraíso infernal del silencio. Pero no tienes nada que perder, porque al fin y al cabo, tu silencio es ya el castigo.

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