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Esquivel

De quitarse el sombrero

Tengo ante mi el encuadre de una mujer a punto de recibir la cuarta dosis en la residencia de mayores, coronada por un reloj de pared que marca las diez y media. Una vez más es la hora. Cuántas citas, cuántos análisis, cuántos controles. Aparece sentada en una silla de ruedas y, en el instante en que ya tiene clavada la aguja, mantiene el bolso sobre sus piernas bien sujeto. Ni en este trance quiere dejar de estar completa. Con su pelo blanco perfectamente acicalado destila elegancia. Y esa expresión de íntima quietud en la cara que lo dice todo. Cabe incredulidad, temor, sufrimiento, halo de esperanza, sosiego y firme voluntad de continuar sobre la dura senda.

Con la vuelta a escena de estos centros de asistencia social golpea nuestra cabeza el manotazo descabellado que los asoló durante la gran embestida y revivir las consecuencias estimadas al respecto abocan al estremecimiento. Que el Gobierno central dictara las órdenes, estableciera cómo debían organizarse con la división en grupos de los residentes en función de su situación, que fueran las comunidades quienes tuviesen la misión de poner en orden las acciones para materializarlas y escuchar como se escucharon en aquellas horas interminables reproches para quitarse de encima los estragos de una tormenta perfecta no hicieron más que contribuir a aumentar el dolor de quienes asistíamos con incredulidad a semejante falta de escrúpulos y es de suponer que el espanto en sumo grado de familiares y allegados que debían asistir estupefactos a la vil refriega sin opción de intervenir.

Vuelvo a centrar la mirada en la mujer que acaba de recibir una nueva cuota de tranquilidad que añadir para sus adentros al sosiego que su ademán transmite. Tras todo lo que hemos pasado, ante tanto como hemos perdido no hay mejor terapia que plantarse un buen rato junto a la figura de esta dama, extraer enseñanzas y celebrar que el género humano saque fuerzas de no se sabe dónde para hacer frente a los peores azotes. No queda otra.

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