Naciones Unidas conmemora estos días el día mundial del hábitat, pero si hablamos de vivienda asequible en España no hay nada que celebrar. La cuestión social ha vuelto con toda su crudeza a nuestras sociedades. De hecho, regresó hace décadas de la mano de los excesos y versiones extremas de un neoliberalismo descarnado que hasta el propio Fukuyama denuncia ahora. Pero la recesión de 2008, la pandemia de 2019 y la inflación tras la guerra en Ucrania de 2022, ha agudizado dramáticamente esos procesos.

En las últimas semanas se han hecho públicos numerosos informes al respecto referidos a la situación en España y su situación en el contexto de Europa occidental. Lo que esos informes indican no debería sorprendernos: alertan de la caída dramática de la natalidad, de dificultades insuperables de acceso a una vivienda asequible para millones de jóvenes, de elevadas cifras de precariedad laboral y de temporalidad involuntaria, de niveles insostenibles de abandono escolar prematuro y de jóvenes que apenas disponen del graduado escolar, de deficiente sistema de redistribución de la renta y de avería del ascensor social. Informes de procedencia muy diversa (desde el Banco de España o el INE hasta entidades sociales u ONG) que nadie cuestiona, que nos hablan de problemas sistémicos que afectan a una parte muy importante de la población, de dignidad y de futuro. De una generación (casi diez millones de jóvenes), vulnerable y vulnerada, atrapada en un presente plagado de incertidumbres e inseguridades, para una gran mayoría precario y con niveles de pobreza y desigualdad muy elevados.

Sobran diagnósticos e informes. Lo que faltan son decisiones políticas para acometer desafíos colectivos que nos interpelan como sociedad, que son elementos clave de bloqueo generacional y condicionan por completo el futuro sostenible de nuestro Estado de Bienestar. Ignorarlo no hará desaparecer el aumento de las desigualdades y las fracturas sociales que tanta incertidumbre, inseguridad, malestar, tentaciones de repliegue cultural e incluso ira, desapego y riesgo de «desconexión», provocan entre millones de nuestros conciudadanos. Especialmente entre las generaciones nacidas después de 1980 que han sufrido tres recesiones en algo más de una década. Suecia e Italia nos envían señales muy recientes e inequívocas al respecto. Pero no son más que la última muestra de un proceso que ya se prolonga desde hace más de tres décadas. Ya nos los advirtió Judt antes de la recesión de 2008: «como sabían muy bien los grandes reformadores del siglo XIX, la Cuestión Social, si no se aborda, no desaparece. Por el contrario, va en busca de respuestas más radicales”.

Nuestro argumento es que la cuestión social debería ser una gran prioridad para los poderes públicos porque es uno de nuestros grandes desafíos colectivos. Y aunque son varios los elementos relacionados (bajos salarios, precariedad, temporalidad, desempleo, abandono escolar temprano, bajo nivel de estudios), garantizar una vivienda asequible para jóvenes y grupos con bajos niveles de renta debería ser la primera de las preocupaciones de esa agenda social, porque es la piedra angular sobre la que las jóvenes generaciones pueden construirse un proyecto de vida autónomo en condiciones dignas. Pero pasan las décadas y los gobiernos, más allá de planes incumplidos, de medidas paliativas y reparadoras, han incumplido en gran medida este derecho constitucional, potenciando un modelo inmobiliario que ha ignorado la promoción de vivienda pública y de alquiler, pero no la promoción privada, que con precios elevados por la especulación y por el desvío de parte del parque inmobiliario a la demanda turística, expulsa a las jóvenes generaciones del mercado. Este es uno de nuestros grandes fracasos. Hasta el punto de que España es una anomalía en Europa y somos uno de los países que mejor evidencian esa paradoja conocida de «gentes sin casa y casas sin gente». Pobreza en vivienda en un país con más de tres millones de viviendas vacías. Y no ha sido un problema de presupuesto, sino de prioridades políticas equivocadas que ahora se convierten en emergencia generacional. Baste recordar que mientras el actual parque social de viviendas en alquiler apenas alcanza el 1% (en Holanda el 30%), España ha invertido 55.888 millones de euros en alta velocidad entre 1990 y 2018.

Las consecuencias son conocidas: una edad de emancipación de las más altas de Europa (en torno a los 30 años); porcentaje elevado de los nacidos después de 1980 que han de seguir viviendo en el hogar familiar (en 2020 el 63% de los varones y el 47% de las mujeres entre 25 y 34 años vivían con sus padres); gasto elevado de la renta para el pago de precios de alquiler ya inasumibles, en especial en las grandes áreas metropolitanas (entre el 50% y el 80% de los ingresos); retraso en la formación de hogares (casi el 80% de las jóvenes retrasa su maternidad) y baja tasa de fecundidad (1,2 hijos por mujer, lo que indica que el número de nacimientos será aún menor al final de la década).

Esta debería ser una década decisiva para dar cumplimiento a un mandato constitucional, el derecho a la vivienda, que en buena medida sigue pendiente. Es urgente impulsar políticas públicas consistentes entre las que la política de vivienda debe tener un gran protagonismo, sin olvidar reformas que acometan otros déficits antes señalados, para luchar contra los elementos de bloqueo generacional. La Comunitat Valenciana debería disponer de más de 100.000 nuevas viviendas a precios asequibles durante esta década, de forma coordinada entre gobiernos locales y gobierno regional y mediante formas de colaboración público-privada. El gobierno valenciano acaba de anunciar una buena iniciativa al respecto. Un buen principio sería la cesión a las Comunidades Autónomas de las viviendas vacías del patrimonio inmobiliario de entidades rescatadas por el Estado tras el estallido de la burbuja especulativa.