Decíamos en otra columna que vivir es caro. Un amigo me recalca a través de wasap que también lo es morir. Acaba de despedir a dos jóvenes seres queridos, de cincuenta y tantos. Al primero lo mantuvieron cinco días en la morgue a la espera de recoger suficiente dinero para enterrarlo. El otro finado pudo costearse su sepelio si bien hubo que regatear a la funeraria. Todos sus ahorros resultaron insuficientes para liquidar la factura de su funeral, por lo que sus allegados sortearon una rebaja aunque ignoro en qué términos. «Venga, hombre, háganos un descuento, el difunto no disponía de más liquidez en su cuenta corriente» – alega un compungido ser querido. «Espere que consulte a mi superior», responde hipotéticamente un empleado raso de los servicios funerarios. Una situación bochornosa a buen seguro para quien implora: pase eso de regatear en el mercadillo, pero, ¿en la funeraria? Confiamos en la justicia poética para situaciones sensibles como ésta, pues, ¿qué ocurriría si se respondiera desde el terrorismo de mercado propio del capitalismo? «Hablaré con el tanatoestético y le sugeriré que haga un arreglito más básico, así podrán ahorrarse doscientos euros» – resolvería el funerario como ese comercial que, ajustándose al presupuesto del cliente, propone un cacharro de menor calibre.

Este mismo amigo me comenta la diferencia de coste entre la incineración y el entierro. Si usted desea ahorrarse un dinerito cuando expire, mejor la cremación a un solemne entierro en el cementerio. La pompa ceremonial se paga cara como todo boato; entiéndase que la fastuosidad cuesta un potosí en bautizos, bodas, comuniones y todo aquello relacionado con la cristiana sepultura. La conciencia de clase se manifiesta a menudo en el sepelio. Miren si no la historia verídica de una señora muy señora que pidió a todos los varones de su familia el uso de traje y corbata para su último adiós. ¿Qué motivo conduce a alguien a marcar etiqueta ya exánime? ¿Algún psicoanalista explicaría semejante excentricidad? ¿Podría aportarnos Boris Izaguirre algún análisis sobre la conveniencia o no de ponerse corbata en un cortejo fúnebre? Apremia una propuesta novedosa, sostenible, de bajo coste, sobre otros modos de despedirse de nuestros muertos. Podría darse el caso de que el Estado costee cada funeral. Nadie elegiría un féretro u otro porque se despediría a todo el mundo con un modelo único. Podría ser de cartón reciclado aunque apareciera la marca del producto original: «Amazon», «empanadillas Amparo» o «El Corte Inglés», lo mismo da. Así se desmitifica la muerte, la democratizamos y le damos un valor más cotidiano, azaroso: nadie sabe qué marca o empresa patrocinará su responso. En vez de coronas de flores podríamos despedirnos con distintos ‘post-it’ pegados al ataúd de cartón. El mensaje llega igual y si usamos colores varios la cosa destacaría dignamente. Así quiero que me entierren, dicho sea de paso.

Alguien pensará que fumo marihuana. Creo, por el contrario, que la fuman quienes mercadean con la muerte. No me gustaría darle un sablazo de despedida a mis parientes el día en que venga a buscarme la Parca (sin bono descuento, que yo sepa). Muchos menos un micromecenazgo entre gente conocida como quien recauda dinero para publicar su libro. Espero que Levante-EMV ponga un obituario anunciando mi fin y el de mis columnas. Gratis, obvio. Y ojalá recuerden esta de hoy escribiendo enfurecido porque morir, como vivir, es caro.