Un día como hoy, en el que en el ámbito internacional se reivindica la necesidad de avanzar hacia el trabajo decente, habría que preguntarse si va bien encaminado el objetivo. Han pasado siete años desde que se aprobara en el marco de la Asamblea General de Naciones Unidas la agenda 2030, y lo cierto es que, echado a andar el tiempo, todavía queda muy lejos el nuevo contrato social que venía a proponer. 

Hablar de trabajo decente necesariamente implica referirse a una nueva ordenación de las relaciones laborales capaz de imponer una lógica de reequilibrio en la distribución de las rentas. Más allá de la exigencia de un salario justo, debe garantizarse el pleno ejercicio de derechos laborales, la ausencia de discriminación de cualquier tipo, máximos niveles de protección social y derechos de negociación colectiva. Si bien constatamos avances muy significativos, el balance presenta resultados un tanto desiguales.

Las distintas reformas estructurales, acometidas como contrapartida a la recepción de fondos europeos, han supuesto un punto de inflexión en materia de relaciones laborales y una sólida base para materializar un salto a la modernidad en nuestro mercado de trabajo. Hablamos de una caudalosa producción de normas bien orientadas y confeccionadas al amparo del diálogo social, dirigidas a conferir derechos a las trabajadoras y a los trabajadores. Por citar algunos ejemplos, bien podría referirme al acuerdo de pensiones, la pionera Ley ‘rider’, la subida del SMI y, como referencia más destacada, la reforma laboral. 

Una reforma que funciona. Por mucho que se empeñen en desacreditarla, mes a mes venimos a confirmar que avanzamos en la dirección correcta. La contratación indefinida crece exponencialmente. Y, aunque es cierto que aumentan los contratos fijos-discontinuos y la jornada parcial, también lo hace el número de contratos indefinidos a tiempo completo, que prácticamente se han cuadruplicado. Sin ir más lejos, durante el pasado mes de septiembre, el 55 % de las contrataciones efectuadas han sido indefinidas. Además, los datos de la última EPA vienen a corroborar que el efecto de la reducción de la temporalidad tiene como consecuencia un incremento de la productividad por hora trabajada. 

Como decía, la reforma laboral o el aumento del SMI han mejorado las condiciones de trabajo, pero no parece que vayan a ser condiciones suficientes. La situación agravada por la guerra de Ucrania, la crisis de oferta que atravesamos y la enorme inflación que está castigando severamente a los bolsillos de la gente, ha vuelto a evidenciar las carencias del empresariado de este país. Sin ánimo de generalizar, se vuelve a avivar el conflicto de siempre en medio de un cinismo intolerable. Se apunta al posible efecto inflacionista de segunda vuelta cuando se reivindica justamente la necesidad de atemperar la pérdida de poder adquisitivo de las rentas del trabajo, al tiempo que se omite la práctica generalizada de aprovechar la situación para recomponer márgenes de beneficio.

Nadie en su sano juicio puede pensar que la transición ecológica, la digitalización, la igualdad de género y la cohesión social y territorial, los cuatro ejes que deben vertebrar un cambio de modelo productivo, son caminos que se puedan transitar sin un salto cualitativo en las condiciones laborales y de vida de la clase trabajadora. Aprovechar bien la más que considerable inyección de fondos europeos destinados a acelerar este proceso, pasará necesariamente por retribuir mejor el trabajo, por una formación y cualificación que permita adaptarse a las transformaciones tecnológicas, así como por la atención a las nuevas necesidades sociales y por un cambio de usos y costumbres empresariales. Nunca está demás subrayarlo un día como es este 7 de octubre, Jornada Mundial por el Trabajo Decente.