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Juan Lagardera

NO HAGAN OLAS

Juan Lagardera

Ya no es la economía, es la geopolítica

En los agitados años 60 del siglo pasado, un mundo profundamente ideologizado vivió con fervor el anti imperialismo norteamericano. Los magnicidios de los Kennedy y Luther King, la guerra de Vietnam… prendían el fuego que quemaba la bandera de las barras y estrellas ante las embajadas de los Estados Unidos de América. Nunca más volverían a la guerra cuerpo a tierra con sus propios marines, nunca más bolsas negras de plástico (black bags) con las que transportar a sus jóvenes fallecidos en combate al otro extremo del planeta.

América aprendió aquella lección, y lo hizo de la mano de Hollywood y sus mejores escritores de historias. En el Pentágono saben desde entonces que lo importante en los conflictos es el control de la narración y de los servicios de contrainteligencia. La superioridad militar se dirime, en cualquier caso, en el mar y en el espacio como bien señala el analista americano Robert D. Kaplan. Se fían de muy pocos países… de Israel, del Reino Unido, tal vez de los dos a los que vencieron y posteriormente moldearon, Japón y Alemania. De nadie más.

Durante el último tramo de aquel siglo XX y en buena parte de lo que llevamos de siglo XXI, la ideología antiyanqui se ha disuelto salvo en algún que otro ámbito islamista radical, por razones obvias. El paradigma político en este periodo no ha sido tal. La economía, como bien predijo Bill Clinton, ha dominado el escenario público. Hubo que superar la primera gran crisis energética, la del petróleo de 1972, pero a partir de ahí el crecimiento económico ha sido exponencial.

La industria se hizo eficiente al mismo tiempo que el socialismo real –en verdad, un régimen policial disfrazado de redentorismo milenarista– perdía la guerra tecnológica y el dominio del relato. Caía el Muro, otoño de 1989, empujado por Gorbachov. El Che Guevara dejaba de ser un héroe de poster en las paredes; nacía el genio de Steve Jobs en California. Hasta la China, el último bastión comunista, emprende una nueva vía abriéndose al capitalismo y al comercio exterior en lo económico pero manteniendo el control político en manos de los dinosaurios dirigentes del PCCh.

Lo importante en estos últimos cincuenta años, precisamente, ha sido el control de las comunicaciones transnacionales, el de las materias primas y los nuevos materiales, la apuesta por la sociedad del conocimiento y por la ubicación de los procesos fabriles, el I+D+i. La política se ha supeditado al interés de la economía, y al frente de la misma, las potentes multinacionales, cuya capacidad financiera e inversora era, y es, muy superior incluso al patrimonio de algunos pequeños estados.

Se trata del modelo que ha entrado ahora en recesión tras una cadena imprevista de acontecimientos. Primero el crash de las subprime que se llevó por delante a una buena parte de la banca occidental, y en especial la de los países de cola de la Unión Europea, luego la terrible pandemia, con su corolario de cuarentenas, negacionismos paranoicos y avances médicos. La expansión de la economía globalizada está, desde entonces, en suspenso. Y de modo imprevisto, Rusia pide presentarse como un nuevo actor universal y se autoproclama libertador de Ucrania. Ahora mismo lo importante ya no es la economía, sino la geopolítica, es decir, el movimiento de las grandes potencias y sus aliados en el tablero del mapamundi.

La guerra se ha declarado entre dos, pero todos saben que la OTAN está detrás, todos miran también a China para saber cómo respira, incluso a la India y a Turquía, un gran fabricante de drones militares junto a Irán. Un economista (e ingeniero) español, de ascendencia leridana para más señas, socialdemócrata, Josep Borrell, se ha convertido en el líder del rearme militar europeo. Borrell es el portavoz que anuncia las respuestas nucleares occidentales en caso de que los rusos lancen sus primeras ojivas radioactivas contra objetivos al oeste.

Europa se repliega sobre sí misma, invertirá en gasto bélico y en autonomía energética. No tiene más remedio que mirar hacia el sur, hacia España y África. Ahora se entiende el viraje español en el Sáhara y el nuevo orden que tiene que surgir en el Magreb petrolífero y minero. El peligro para Europa proviene de sí misma, dado el aumento de partidos ultraderechistas que subvierten el orden establecido. Marine Le Pen y Matteo Salvini, por ejemplo, son amigos de Putin desde hace años y cuentan con el apoyo de los hackers que orbitan desde Moscú.

Hace cuatro años, tras la anexión de Crimea y la revuelta prorrusa del Donbás, un ufano Vladimir Putin anunciaba el avance tecnomilitar imparable para su país: el misil submarino intercontinental Poseidón, capaz de hacer explosionar una potencia de hasta cien kilotones (en Hiroshima fueron dieciséis) y que esquiva en silencio las defensas costeras enemigas, detonando bajo el agua para destruir con una gran ola radioactiva. Ciudades marítimas como Nueva York, Baltimore, Miami o San Francisco podrían ser hanegadas. Acaso esta cuestión sea el origen real de la guerra presente y el objetivo final no sea tanto salvaguardar Ucrania como diezmar al peligroso ejército ruso.

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