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A vuelapluma

Alfons Garcia

Finales felices

Finales felices

Acaba de enterrar a su mujer después de años de entrega porque decidieron no ingresarla en una residencia. El primer día que sale a la calle con su traje de viudo se le acerca una mujer, dice que lo conoce, cree que le va a dar el pésame y cuando se ha dado cuenta le ha robado el reloj. Vuelve deshecho a la casa vacía. ¿De verdad existe Dios?, se pregunta su hijo cuando acaba de contarlo. Hay preguntas de las que es imposible salir sin un silencio. Todo depende de cuando pares la máquina y te preguntes. Lo bueno del cine y la literatura es que tienen un final, feliz o no. Alguien para la máquina de rodar. En la vida siempre hay un día siguiente y otro más para los que se quedan. Las felicidades y las tragedias, incluso las más grandes, tienen un día después, una oportunidad de sentirse feliz o desgraciado. «El juicio final para nosotros es saber si es peor la suerte del que muere o del que permanece aquí sin más sentido que la nada. Uno de los dos muertos debe seguir de pie», escribe Luis García Montero en su último y emocionado poemario, arrancado del duelo.

Pienso en los finales felices al pasar por el bar de todas las mañanas y encontrar sobre la persiana un cartel manuscrito poco habitual en estos tiempos y que denota vida de barrio: de trato diario, de algo más que una relación comercial. Cerrado por defunción. Justo al lado, un grupo espera a la puerta de un centro de día. El paseo matutino transita entre una guardería y este centro de mayores. La vida que empieza y la que se empieza a despedir. Los ritos se parecen: familias que dejan a unos y otros para acudir al trabajo o a sus cosas. Solo que la alegría de la guardería no es la seriedad un tanto lúgubre del otro lugar. El final casi nunca es feliz, aunque sea buscado o asumido, pero necesitamos finales felices porque necesitamos el espejismo de la estabilidad y la perdurabilidad.

Busco en Google ser feliz porque lo escucho en una canción y el algoritmo no me dice que me apunte a un coro. El primer consejo es que me ponga en contacto con la naturaleza y el segundo que cuide mi cuerpo haciendo ejercicio. Así que sigo caminando, aunque sea sobre asfalto caliente en octubre. Unos jóvenes comunistas han coloreado el barrio con carteles, quizá por eso del octubre rojo. Animan a organizarse contra «el estado burgués» porque «no valen reformas». No parece el mensaje de unos jóvenes. Recuerda a las consignas de antes, ahora que se conmemoran los 40 años de la primera victoria (aplastante y llena de esperanza) de Felipe González. Evoca ese dilema de ruptura o reforma de aquellos tiempos inaugurales del color. Me gusta el gris, la sobriedad de lo que parece que no existe, el color que no es. Optamos por la reforma, sí, menos traumática, intentando no mirar atrás. Ahora veo que lo importante realmente no era la decisión, sino el día después. Porque el pasado no se desvanece aunque se rompa con él o se siga sin juzgar. Argentina juzgó a los tiranos, los condenó y luego les dio impunidad. No hay rupturas totales en democracia. No hay final feliz sin más. Hay problemas al día siguiente.

Todo es menos estable hoy. Incluso los estallidos sociales son efímeros. Pequeñas rupturas que no alcanzan a más, burguesas. Posiblemente, como dice Joan Romero, porque no hay grandes relatos que las sostengan tras la caída del comunismo. Solo quedó como doctrina un neoliberalismo que la pandemia y la guerra han desubicado. Las primaveras árabes, los chalecos amarillos, los jóvenes de Chile, ahora de nuevo Francia, de nuevo el caótico Reino Unido posbrexit... El mundo líquido no es nuevo, pero sus circunstancias se agudizan a medida que el sistema pierde redes y colchones, como la prensa y los partidos tradicionales, explicaba Sánchez Cuenca hace unos días. La verdad y las ideologías pesan menos. Cada vez menos. Lo nuevo de hoy quizá es que, como consecuencia de haber gaseado el sistema, los antisistema ya gobiernan. No es un final feliz, pero el partido no se detiene aquí. Habrá un mañana. De eso sí estamos seguros. Si algo es de este mundo es que es efímero.

Finales felices. El director de la Filarmónica de Jersón muere a manos de las tropas de Putin porque se niega a tocar para ellos y a irse de la ciudad. La periodista rusa que se rebeló en televisión contra el tirano huye del país. No sé qué final es mejor. Y mucho menos sé si alguno es feliz. ¿Heroicidad, cobardía, patrias? Grandes palabras de tiempos de guerra. Pesan menos de lo que aparentan. Sé que ella al menos tendrá un infalible mañana. Tendrá días, soleados, grises y efímeros.

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