No quiero ser agorero pero últimamente casi todo el mundo lo es, a veces por convicción y en ocasiones porque se sube a la ola de la mayoría. Desde que nos desayunamos hasta la penúltima tertulia de la tele o de la radio se nos indica que nos hallamos a cinco metros del abismo. Lo curioso es que la catástrofe suele anunciarse con una sonrisa o un chiste. Quizá sea más fácil ser agorero que no serlo. Es más resultón soltar soflamas apocalípticas sobre realidades distópicas que intentar acoplar cada pieza en su escaque y admitir que la cosa de la vida está turbia, muy turbia, pero cuándo no lo ha estado desde que salimos de la cueva o bajamos de la rama del baobab. Si efectuamos una prospección en torno, por ejemplo, al año 1980, seguro que lo recordamos como el año en el que, tras unas elecciones (las del 79), España se encarrilaba hacia la democracia con serpentinas y fiestas, pero recordemos, también como ejemplo, que, según estudios, en ese año hubo solo en el ámbito terrorista 395 atentados, con 132 víctimas mortales, 100 heridos y 20 secuestros. Más de una acción por día. ¿Eso no nos perturbaba, asustaba y dolía?

He leído el reciente informe de The Lancet sobre emergencia climática y sus repercusiones y, como remate, he recordado la entrevista al cineasta polaco Jerzy Skolimowski del otro día en la que vaticinaba el final de la humanidad. Este no me ha parecido precisamente que personifique la alegría del batallón. A nadie se le escapa que asistimos no solo a un cambio de ciclo, más allá de haber superado en dos décadas milenio y siglo, sino a un cambio de era. Siempre he pensado que en el siglo XX se había evolucionado más que en los diecinueve previos y que en estos veinticinco años que llevamos del siglo XXI se ha avanzado más que en todo el siglo XX. Los de mi generación siempre imaginábamos que el colmo del desarrollismo sería convivir con coches conducidos a propulsión, vehículos que circularían no por las calles o carreteras sino por pasillos aéreos, entre edificios. Ni qué decir que jamás sospechamos qué iba a ocurrir con el teléfono. Tampoco lo previó Ray Bradbury ni François Truffaut, este en la adaptación de la novela del primero, Fahrenheit 451. Se acercó algo Stanley Kubrick en la escena de 2001: Una odisea del espacio en la que hay una conversación interplanetaria vía telefónica con imagen entre padre e hija.

Si digo que es cambio de era lo señalo por referencias que conocemos. Implantes neuronales en el cerebro de ratones, tras los que sobrevive el roedor. Coches conectados a la nube. Algoritmos que se adelantan al capítulo de serie que quieres ver o a la compra que vas a realizar. Robots que atienden la recepción de un hotel, o como el que promociona Goggo Network que te lleva dócilmente croquetas y refrescos a tu casa. Todo un logro, pero el tema tiene sus sombras. Algernon Blackwood nos dice que el ser humano es un tipo desequilibrado, que no se haya tan alejado del prehombre como pretendemos. Sostenía que alrededor del ser humano actual gravita un componente numinoso (sobrenatural) que nos reenvía a la noche de los tiempos. El narrador inglés hacía mención así al vértigo de las rupturas súbitas, la no asimilación de esas rupturas, y eso que él murió en 1951. No imaginó lo que le quedaba por delante.

Creo que tenía razón. Si no, cómo interpretar que dos tipos pacten a través de Internet una cita con la intención de que uno devore al otro (caníbal de Rotemburgo). O alguien que, sin mediar palabra, empuje a otra persona a las vías del metro. Que se cifren cientos de denuncias al día por violencia doméstica en la España actual. Leí tiempo atrás que en la terminal de un aeropuerto chino una pasajera surcoreana quiso acceder pero sonó la alarma del escáner. El agente de seguridad le preguntó si llevaba algo de metal, la registró, siguió hablándole pero la mujer no respondía. Solo gesticulaba. Finalmente la mujer abrió la boca. Transportaba once renacuajos vivos entre sus fauces. Nos falta, sí, un ajuste fino.

¿Y qué podemos hacer? Por supuesto, no negar que estamos cargándonos el planeta y que hay que frenar ya nuestra huella en esa masacre, atrincherarnos contra el negacionismo (el que mantiene que la Tierra es plana, que las vacunan matan, que el calor del sol no calienta tanto y que la nieve de la Filomena fue una farsa) y sobrevivir con los recursos que cada cual disponga de autoprotección cotidiana. Yo, advirtiendo que ya campean en los comercios abetos espolvoreados de talco y espumillón, voy a rescatar la película Plácido, visionado con el cual entre octubre y noviembre me anuncio cada año la vuelta de mi laica Navidad.