Durante algún tiempo se decía algo así como que no hay nada más tonto que un obrero de derechas. Más allá de la improcedencia de la frase, distintos estudios, entre ellos, los efectuados por el reconocido economista Thomas Piketty, concluyen que la izquierda ha dejado de seducir a las clases populares y forma ahora el corazón de la base electoral de las derechas y extremas derechas.

Junto a los desaciertos de la izquierda y la falta de capacidad de enganche con lo que habían sido su base electoral más fiel, el auge conservador y los populismos han tenido mucho que ver con la elaboración de unos mensajes que se han anclado en el subconsciente y en la cartera de los votantes, moviéndolos a girar su voto buscando puertos que entienden más seguros que los ofrecidos por partidos progresistas.

No es objeto este artículo realizar un análisis profundo, acerca del proceso y las causas, de ese viraje hacia posiciones conservadoras de aquellas capas de la sociedad que anteriormente eran fieles votantes de partidos socialdemócratas. Pero si parece interesante hacer alguna reflexión con diferentes elementos de la comunicación electoral que han contribuido a este movimiento.

Algunos de los mensajes que han tenido más fortuna son aquellos vinculados a la seguridad, consignas constantes que trasmiten el convencimiento de una mejor defensa de la ciudadanía por partidos conservadores, al margen de los resultados reales en cuanto a control de la delincuencia y niveles de inseguridad, lo cierto es que la mano dura con los delincuentes parece que se ha convertido en patrimonio de la derecha o de la extrema derecha y por tanto es un valor que ofrece garantías a grupos de población que sustituyen la ideología por la conveniencia, en estos casos el miedo es un factor que agitado debidamente ayuda a realizar ese trayecto.

También resulta sencillo convencer de todo aquello que tiene que ver con la emigración, los males que provoca relacionados con el empleo, la inseguridad, el abuso de los sistemas de bienestar por los foráneos en detrimento de los lugareños, este es un mensaje machaconamente repetido mientras resulta mucho menos frecuente escuchar los aspectos beneficiosos que aporta la mano de obra que viene de fuera del país y se hace cargo de empleos poco o nada demandados por los nacionales.

En este juego de seducción, uno de los elementos más interesantes es el que tiene que ver con los impuestos, se ha acuñado la idea que bajar los impuestos es una práctica de derechas, algo que se utiliza con gran habilidad por las opciones más conservadoras que repiten cansinamente la cantinela de que el dinero está mejor en las manos de los ciudadanos que en las de un monstruo devorador de capitales que es como se muestra al Estado dilapidador. Un mensaje fácil, sencillo de entender y que ofrece elementos de convencimiento que pueden interesar a estratos de la sociedad que no son conscientes del extraño bucle que están apoyando: si el dinero no va al Estado y se lo queda el ciudadano, resulta harto difícil el mantenimiento de servicios públicos destinados a la atención de las necesidades más básicas. La consecuencia a medio plazo es fácil de comprender: ante la ausencia y el deterioro de los dispositivos del bienestar, no queda más remedio que utilizar ese dinero, que supuestamente quedaba en poder de los particulares, dirigiéndolo a manos del capital, convertido en aseguradoras, servicios médicos privados, colegios y universidades. El resultado es un flaco favor a la supuesta independencia ya que, en realidad, los ciudadanos actúan como meros intermediarios frente a un mercado que se lleva este dinero reclamado para su bolsillo y que, paradójicamente, acaba en manos de unas empresas privadas que ofrecen servicios con menos garantías, generadores de enormes desigualdades e inequidad y, además, en ocasiones, más caros que los supuestos dispendios del Estado, en fin, hay muchas formas de ser ingenuo.