El Gobierno del Botànic tiene entre manos una nueva ley cuyo objetivo es reducir la contaminación lumínica por las noches. La norma (todavía en fase de anteproyecto) lleva por título Ley de Protección del Medio Nocturno en la Comunitat Valenciana y, entre otras medidas, contempla que todas las luces del alumbrado público de los municipios valencianos sean de tono anaranjado. Es decir, la hora final ha llegado para las luces led, aquellas que durante años fueron las reinas y señoras de las farolas. Para su confección, la Conselleria de Medio Ambiente ha consultado con la Universitat de València, en concreto, al Departamento de Astronomía y Astrofísica que nos advierte sobre los efectos perniciosos para los individuos del exceso de luz y de la importancia de recuperar un cielo más puro por las noches. En principio, nada habría que objetar a iniciativas de estas características pues cada vez resulta más evidente que la acción del ser humano repercute negativamente en el clima y en el planeta.

Sin embargo, la renovación de toda la iluminación de la Comunitat Valenciana en los términos en los que la norma contempla, el paso de la luz amarilla a la luz blanca chirría si al análisis medioambiental le sumamos la perspectiva de género. Aunque Google da cuenta de variada información a favor de las luces led, sin los conocimientos científicos o técnicos adecuados, sería atrevido discutir a todo un departamento de Astrofísica qué contamina más. Ahora bien, esta guerra declarada a la luz blanca se da de bruces con el urbanismo con mirada de género, aquel al que muchas ciudades se están apuntando al asumir que ni las viviendas, ni las calles, ni el transporte son neutrales a efectos de género.

Especialistas en la materia (también de reputados departamentos universitarios) llevan años trabajando en este terreno (ciudades más igualitarias) en el que existen ya algunas certezas. Una de ellas es que en lo que seguridad se refiere (tanto la objetiva como la subjetiva) la luz blanca es mucho más efectiva que la cálida ya que permite una mejor visibilidad y, por ejemplo, distinguir mejor los rasgos de una persona. Por eso, resulta como mínimo chocante que se pase por delante de toda la literatura existente ya en urbanismo con perspectiva de género con la afirmación de que relacionar exceso de luz y seguridad es un «mito». Desde el citado Departamento de Astrofísica se pone el ejemplo Chicago como ciudad con menor delincuencia y poca iluminación. Desconozco los detalles de este caso particular, pero un vistazo a la hemeroteca es suficiente para encontrar experiencias muy positivas en las que una buena iluminación (buena, no excesiva) ha afianzado la sensación de seguridad de las mujeres en innumerables municipios de todo el mundo. No está de más recordar que las mujeres en todos los países y en todas las circunstancias son más vulnerables que los hombres a la percepción de inseguridad por lo que el urbanismo debe dar soluciones para reducir la autocensura, la inhibición de las féminas a la hora de salir a la calle. Supongo (y espero) que estas cuestiones al menos se analizarán en la memoria de impacto de género que deberá acompañar esta ley y que, entiendo, serán tenidas en cuenta por un Ejectutivo que se declara verde pero también feminista.

Por lo pronto, las medidas de ahorro energético puestas en marcha por el Gobierno de Pedro Sánchez no hacen distingos con el color de las luces y muchos municipios ya se han apuntado al necesario apagón. Ahora bien, al igual que con el anteproyecto de ley antes descrito, habría también que darle una vuelta y afinar bien qué se apaga y que se deja encendido. En el pueblo donde resido, por ejemplo, ya da repelús caminar por según que sitios a partir de las siete de la noche. Así que, sí: salvemos el cielo y el bolsillo, pero no nos olvidemos de las mujeres. Otra vez.