Hace meses me reenviaron uno de esos mensajes virales que pretenden aleccionarte sobre temas universales como el amor, la generosidad o vivir el presente. En esa pieza, muchas personas describían el tiempo que le dedicaban a las personas que quieren. Un hijo compartía que comía con su madre cada quince días, una chica contaba que veía a sus amigas de toda la vida un par de horas al mes y, durante varios minutos, personajes variopintos comentaban cada cuánto quedaban con quienes, supuestamente, son importantes en su vida. Al principio, todo eran risas. «Voy a casa de mi madre de resaca, como rápido y vuelvo a la mía para evitar dar explicaciones sobre mi vida desastrosa», «Nos vemos poco, pero con mis amigas todo fluye» y un largo etcétera de testimonios con los que todos nos sentimos identificados. El entrevistador hacía el cómputo del tiempo que se había invertido en esas relaciones importantes e informaba de un hecho relevante: «En la última década has pasado un total de veinte horas con tu madre y a ella solo le quedan meses de vida». Y las risas se acababan. El tiempo que pasamos con las personas a las que queremos es poco y, a menudo, de baja calidad. Cierto.

Lo que más me gusta de hacer un regalo es el tiempo que invierto pensando en la persona a quien voy a obsequiar. Imaginarme cómo le quedará una camisa, si le interesará el libro que me entretuvo o si disfrutará de ir a jugar al fútbol con ese balón. Cuando me hacen un regalo, sé si han invertido en mí esa dedicación, la más valiosa en mi opinión. En la escala más baja está un vale por una falda y en la más alta una manualidad de mis hijos. Cuando un novio de juventud y yo rompimos me envió a casa una carta de amor y una cinta casete con todas las canciones que me gustaban. Fue difícil no volver con él, después de escuchar los éxitos románticos de The Cure, Prince o Guns N’ Roses. Me siento especial cuando alguien piensa que un artículo me va a interesar y me lo envía. Invertir nuestro tiempo en quien queremos es la mejor manera de demostrarlo.

Huyo de los amigos que siempre tienen prisa y que nada más verte ya te anuncian que tienen que irse pronto. No voy a restaurantes donde me obligan a irme a una hora determinada porque tienen que remontar mesa y siento antipatía por los conductores que pitan al segundo de que el semáforo se ponga en verde. Me incomodan mucho los padres que exigen a sus hijos que cuenten las cosas rápido. Se pierden los detalles. La esencia.

Hasta bien entrada la adolescencia le pedía a mi abuelo que me contara historias. Daba igual lo que él estuviera haciendo, si le rogaba que me contara algo, paraba y me prestaba toda su atención. Con él conocí las Rondaies mallorquinas, historias de pescadores de Portocristo y la vida de los músicos del Barroco. Yo era mayor cuando él me pidió que fuésemos a ver la luna llena desde el acantilado y hablásemos un rato. Le dije que sí, pero no fui. Elegí hacer otras cosas. Treinta años después, todavía me arrepiento. Y, por cierto, aún guardo la cinta casete.