Estamos en los estudios de Cuatro en la localidad madrileña de Tres Cantos, durante los estertores de Zapatero. El invitado a entrevistar por Concha García Campoy es Esteban González Pons, diputado por Valencia y mucho más. Hoy sigue siendo tal vez el político más importante del PP que nunca ha sido ministro, y quedaría aparente en el retrato oficial de Asuntos Exteriores, pero volvamos al pasado. Entre bastidores televisivos, el protagonista estaba rodeado de un variado surtido de tertulianos, que podrían incluir a Ernesto Ekaizer, Fernando Ónega, María Antonia Iglesias, José Ignacio Wert o Victoria Lafora.

Ante tan distinguido auditorio y de espaldas a las cámaras, González Pons habla sin ningún complejo de la incomunicación absoluta entre la Génova de Mariano Rajoy y la Valencia de Francisco Camps. Pone como ejemplo una llamada del presidente nacional que exige que el titular de la Generalitat valenciana se ponga al teléfono. González Pons sostiene el aparato, pero el líder regional le indica con la mano que dé largas al otro, y que no piensa hablar con un Madrid insistente. Es una escena digna de los hermanos Marx, pero aquí interesa sobre todo la figura del intermediario incombustible. Y su vigencia, porque le llaman vicesecretario general institucional del Partido Popular, pero atiende por negociador en jefe de Alberto Núñez Feijóo, con el punto culminante en el entierro bipartidista del Consejo General del Poder Judicial.

Para ponerse en situación, aquel Camps viajaba trajeado en Fórmula 1, y Rajoy perdía una elección tras otra frente a Zapatero. González Pons sostenía entonces el teléfono de la incomunicación, y continúa interpretando el mismo papel, ahora entre Sánchez y Feijóo. Solo hay uno de los vértices del triángulo que no saldrá chamuscado en la actual hoguera con mecha judicial, el eterno superviviente, el especialista en mimetizarse con el ambiente y con el auditorio.

 Nuevo flashback. En el off the record (el castellano mejora en inglés), González Pons destripó a su partido como un forense sin respeto por las entrañas, con la misma pericia exhibida por el divino Rubalcaba en el mismo foro. Una vez ante las cámaras, el hoy negociador en jefe del PP siempre daba la razón a su interlocutor y enemigo, para decir lo contrario. Te hacía sentir importante, ¿o es impotente? En política, el arte de mentir con convicción, no cabe hablar de hipocresía sino de polivalencia. Todos se sienten a gusto en torno al político valenciano.

Pons siempre flota porque ha aprendido a sortear los escollos donde embarranca a diario su propio partido, burlar a la izquierda es mucho más sencillo. Simular afecto hacia personas a las que se desprecia profundamente presupone el dominio de un arte de la indiscreción digno de Baltasar Gracián. El correo del PP en el Gobierno no solo teje una red de complicidades con sus adversarios. En un más difícil todavía, tiende puentes en aplicación literal de su apellido con personajes que le inspiran una radical indiferencia.

Dotado de la simpatía del grandullón, Pons es el político de sí mismo, dialogante porque ejecuta las dos voces de la conversación. Es el representante ideal si lo tienes de tu parte, salvo que nunca lo tendrás de tu parte. Feijóo llega a la presidencia del PP de forma inesperada, sobre todo para él mismo. Sin la presencia de ánimo para pastorear una renovación quirúrgica en profundidad, se encomienda a personas que no le entusiasman, véanse Cuca Gamarra o su negociador en jefe.

Pons habla lo justo, aunque para la cosecha de citas imborrables de la democracia quedará su fórmula del latin lover para describir la reanudación de las conversaciones PP/PSOE sobre el Consejo General. «Nos hemos dado una última oportunidad. Todo aquel que en esta vida haya tenido una pareja y se haya dado una última oportunidad, sabe de lo que estamos hablando. Jugar al todo o nada». Al margen de las adherencias casposas, lo más significativo no es que hable de los populares en primera persona asumiendo el poder que tiene delegado, sino que también llame «nosotros» a los socialistas. Puro Pons, ocupa todo el espacio.

El escultor georgiano Zurab Tsereteli levantó una escultura de cien metros de altura de Cristóbal Colón, para conmemorar el quinto centenario del descubrimiento de América. El artista no consiguió un incauto que comprara su monumento, por lo que cambió sin complejos la cara del navegante por el rostro de Pedro el Grande, y el conjunto conmemora hoy al zar junto al río Moscova. En ocasiones hay que buscar las parábolas en geografías exóticas, pero este párrafo nos hubiera ahorrado la alargada descripción de las fidelidades sucesivas de Esteban González Pons.