Como católico, cristiano y creyente y con cierta formación filosófica, me he cuestionado siempre el pasaje evangélico de Mateo (11, 25-27): «Te doy gracias, Padre, porque has escondido estas cosas a los sabios y las has rebelado a la gente sencilla». Estas palabras retumban en mi conciencia año tras año cuando explico en clase la eclosión de la filosofía en Grecia de la mano de los presocráticos, de los sofistas y de Sócrates en boca de Platón. Reflexionamos sobre el principio del saber a partir del reconocimiento de la misma ignorancia. Esa es precisamente el significado último de la frase socrática, Sólo sé que no sé nada. El maestro griego nos enseñó que adentrarse en la aventura del conocimiento y de la sabiduría nos lleva a la humildad, a la pobreza y a la sencillez. Así vivió y murió. Ahí encontramos ciertos puntos de conexión y encuentro entre Sócrates y Jesús de Nazareth. Y esto que siempre me ha perturbado, me lo ha hecho ver un gran amigo después de tocar la muerte con las yemas de los dedos.

Hace unos días, cuando la normalidad y la rigidez de la rutina se impone en el día a día, un mensaje al oído me susurró que uno de mis mejores amigos estaba luchando por mantenerse en vida. Así, de golpe, sin más. Cuántos de ustedes, de pronto, una noticia le ha abierto en canal, paralizando todas sus prioridades, como si el mundo te obligara a bajarte y hacer algo que hemos olvidado: respirar y reparar para ser conscientes de lo que estamos haciendo y viviendo. Parece que todo se va encauzando tras unos días de tensa espera. Más pronto de lo previsto vuelve a casa.

Hasta que, sin esperarlo, suena el móvil, y al otro lado tu amigo. Sus palabras me transmiten paz, sosiego, porque soy consciente de que está ahí, que está superando los asaltos más duros su vida. La sorpresa me llega cuando su hilo de voz va adquiriendo forma y, palabra tras palabra, me está aclarando, sin citarlas, las palabras de Mateo. Con una tranquilidad pasmosa me habla de tres realidades que deberían servirnos como tres antídotos frente a la tristeza y al vacío existencial reinante: ilusiones, familia y ayuda al prójimo. Me insiste en cada uno de ellos, puesto que cada día, cada hora, cada minuto y segundo, cuenta, puesto que ya no van a volver. Deberíamos darnos de bruces con la realidad de la vida, lo que la ignoramos por nuestros afanes que en su gran mayoría están huecos y faltos de sentido. El dolor y la enfermedad nos hacen despojarnos de las complicaciones y virar nuestros pasos hacia una vida humilde y sencilla. Cuando eso se produce, nos convertimos en sabios, no de libros, sino de lo que sentimos y vivimos. Ya decía Víctor Frankl que, aunque nos encontremos en una situación de desolación absoluta, podemos salvarnos en el amor y en una vida sencilla. Gràcies Vicent.