Mi amigo Álex tiene una voz extraordinaria. No me refiero a una bonita voz o que se le dé bien cantar. Lo que quiero decir es que su voz es prodigiosa. Y sin embargo, no es cantante. Regenta un restaurante donde cantan otros amenizando las cenas y cada tanto, la banda de turno le convence para que suba al escenario. Mientras vigila por el rabillo del ojo camareros y bandejas, sin ningún esfuerzo, abre la boca y le brota todo el universo que lleva dentro. Algo tremendamente injusto para quienes no tienen ese talento y yo, que si tengo alguno rascado es el de la curiosidad, cuando se acerca a preguntar qué tal los baos con pato confitado, salsa Hoisin, manzana y lima, no puedo evitar volver a preguntarle por qué, por qué, por qué. Es que para mí es pecado tener talento y no utilizarlo. Es que va contra natura. Y aunque sí me he encontrado en otros lugares personas que desperdiciaban sus talentos, lo hacían por dos motivos: pereza o falta de comprensión y medios; especialmente en la adolescencia, cuando los talentos reverdecen. Aquí el pecado lo cometían los padres incapaces de valorar el talento o los sistemas educativos que echaron piedras en el campo fértil en el que debían desarrollarse. El caso de Álex fue parecido pero distinto: su madre, una prestigiosa cantante, disuadió a su hijo para evitarle una vida de sinsabores que conocía como nadie. Y aquí, las culpas por esta lucha voraz de hacerse un hueco quedan harto repartidas. Y es que el talento, como el amor, como todo aquello que es intangible, es una de esas palabras tan difíciles de describir que caen en el abuso. Se reclama talento para un puesto de trabajo de mierda lo mismito que se presume de talento en la segunda línea del currículum. Y ya les digo yo que no, que es otra cosa. Que ni nos quisieron de verdad todos los que nos juraron amor eterno, ni tienen la inteligencia y la aptitud, la habilidad sobresaliente todos los que sacan pecho. Y ojo, que no todos los talentos merecen vanagloria. Basta darse una vuelta por el libro Guinness de los récords para comprobar que hay talentos absurdos, tanto que los curiosos -incluso los curiosos del montón- nos preguntamos, pero ¿y qué necesidad? Pongamos los 11,80 metros de distancia alcanzados manteniendo una mesa levantada mordiéndola con los dientes y llevando a su señora de 50 kilos encima, mérito del luxemburgués Georges Christen en 2008. Por favor, no confundir con el récord de velocidad de 10 metros en la modalidad de mesa en la boca, que también ostenta Christen por sus 6,57 segundos en 2009. ¿Qué es talento? Irrefutable, lo mismito que podemos afirmar que si hay un hombre que lo quiere más que su marido es su dentista.

Talentos desperdiciados, cercenados o que no sirven para nada. Cuánta letra pequeña en las Parábolas de Jesús en el Santo Evangelio según San Mateo, cuando el Mesías narró a sus discípulos la historia del hombre rico que parte al extranjero y encomienda a sus tres siervos en su ausencia que cuiden su hacienda. A uno le entrega cinco talentos -o monedas equivalentes a 6000 denarios-, a otro dos y al último uno. A cada cual según su capacidad. A su regreso encuentra que los dos primeros criados, negociando, han duplicado sus inversiones; en cambio el tercero, temeroso de la reacción de su amo si lo pierde, decide esconder su único talento enterrándolo y se lo devuelve intacto, lo que provoca la furia del hombre que le recrimina que cuanto menos podría haberlo ingresado en el banco y así habría cobrado intereses. Los dos primeros son recompensados invitándolos a participar del banquete del señor y el tercero es expulsado a las tinieblas. Una parábola que tiene algunas lecturas más que la pretendida: que Dios nos ha repartido los talentos a cada uno de acuerdo a nuestra capacidad, que son un don que recibimos para invertirlo y multiplicarlo y que los que los entierran son perezosos o cobardes. Y ya lo de pretender que se vaya a hacer una gestión al banco, sin que te reenvíen a la web, a la app o al cajero; sin que te hagan volver el miércoles antes de las 11 ¡y cobrándote! Es, más que una paradoja… una utopía.

Porque aunque sí, he conocido perezosos, la mayoría no enterró sus dones; se los enterraron aquellos que debían regarlos. Por desconocimiento o miedo o hasta los mismísimos de que un trabajo duro se pague con las migajas de los señores que se lucran de tu talento. Y eso sí es un pecado inmenso. 

Y es que el talento, como todo aquello que es intangible, es difícil de describir pero sí puede ser pesado. Un talento; 6000 denarios, equivalen a 34 kilos de plata. Un pesado tesoro que requiere para llevarlo de otros talentos mucho más humildes: la perseverancia, las ganas y una pasión que Álex -feliz en su restaurante- confiesa sin pudor que le faltaron. ¿Por qué? A saber. Yo les prometo seguir preguntando. Una tarea pequeña acorde a mi capacidad. No me quejo. Hay otros que, al parecer, dedican su vida a cargar una mesa con los dientes…